750 millones

Tiempo estimado de letura: 5 Minutos

750 millones de personas, buenas personas en situación de pobreza extrema no serán vacunadas. No olvide esto cuando se vacune, que no le vacunen de eso.

La verdad, que solo existe en el lenguaje, no puede ser dicha por el lenguaje. De ella escuchamos a penas un balbucir, pero tampoco nos esforzamos sino que hemos decidido fracasar en nuestro intento de completar sus silencios, ya que todo nos conduce a ser la causa de la causa del dolo que pretendimos no ya indiscutible casus belli sino ocasión ajena para defender una honra por lo visto nuestra y necesitada. La verdad, por ser claros, no es exactamente lo contrario de la mentira (capaz de parecerse a la verdad y aún de provocarla mediante la literatura, mediante la memoria). Lo contrario de la verdad es el olvido.

Lo cierto es que deberíamos de tomar una decisión, ¿pero cuando ha tomado una decisión el ser humano?, ¿cómo pasamos de la horda a la tribu, del reino del padre al del hijo, del vasallaje a la ciudadanía?, ¿qué nos empujó?, ¿qué pretensión no escondida en la poesía nos imaginó tan libres como para hacernos estas preguntas, quién, si no fue la patria más grande que imaginarse pueda: la de la propia voz, la de la frágil polilla insistente, locuaz? ¡Qué pocas revoluciones ha habido realmente!: la paleolítica (larga y conjetural; aunque cierta sin duda), la cristiana (que vive en su traición a sí misma), la francesa (en peligro de muerte), la industrial (tan prometedora como perniciosa)… ¿La rusa?: no lo creo, ya no; creo que eso fue una muestra de la ingenuidad de la selección natural; la conclusión de un intento noble por implicar concepciones ideológicas en una cadena irracional, el precio por esperar mejoras basadas en un destino impaciente. Una mierda; hegeliana, pero mierda. No se anuncia el destino sino en su eterna postergación. El destino no es lo que pasa ni es lo que no pasa.

El destino no existe. El destino es lo que le interese a su jefe de usted: la zanahoria al final del palo del amo.

Nunca se ponga en manos del destino. Aceptar ser destinado (la realidad) o estar predestinado (la fantasía) es un engaño a uno mismo cuya estrategia le situará al nivel de los ratoncillos del campo. Ser muchos, ser prescindibles, nos asegura sobrevivir a la actividad del predador. No le hacemos daño, le entregamos la cantidad que necesita porque nos reproducimos más rápido de lo que él nos extingue o, al menos, a la misma velocidad. Somos sostenibles, pues.

Somos sostenibles (ya lo somos) porque hemos aceptado el sacrificio de una buena parte a cambio de la vida breve pero abundante del resto; como si así funcionásemos, como si el gobierno de «los mejores» fuese lo mejor. Pero una vida no paga otra y, en consecuencia, hay una factura pendiente aquí, hay una deuda que no pagará el deudor (nunca lo hace) y que mucho menos pagará el destino. Aquí se produce una injusticia que sólo reparará la supervivencia que explica que lo mejor no son los mejores, sino que lo es la medida. Medir, digo, reparar, digo, no perdonar. Esto no es ya una negociación. En eso hemos fracasado también: no sólo no tenemos líderes fiables ni empresarios honrados, tampoco tenemos un ejército que oponer a un enemigo que lo posee todo y que seguirá poseyéndolo todo sea cual sea su siguiente rostro. Y sin embargo no podemos perder.

No podemos perder porque ya lo hemos hecho (y además para siempre). Esta pandemia no ha venido para alinearse a una izquierda dividida por el reparto de beneficios de su capitulación, sino a hacer más fuerte al poderoso, aún más. Así que deberíamos, por una vez, hacer inventario de humildad, y examen de integridad y averiguar qué nos queda de la intención (legítima) de tachar el destino y erradicar, un día, su cualidad deformadora; romper ese cristal que es para unos el de unas gafas de leer y para otros el de unas de sol. Pero que atisba la misma verdad. No somos lo que decimos que somos. Lo que decimos es mejor.

Quienes hubiesen vivido bien sin nuestros muertos, los criminales, sabían que con ellos vivirían mejor. Viven mejor (aunque mi sensación es que no tienen ni idea de qué es vivir), sin duda. Pero esa es la medida de su catadura, eso es lo que son y, a pesar de todo, nosotros cumplimos escrupulosamente nuestra parte de un guion que deberíamos de haber tirado por el retrete sin leer hace ya una buena cantidad de años. 750 millones, y no deberíamos de preguntarle a ellos, sino a aquellos de nosotros que estábamos allí, a los que vimos cómo la gravedad la imponía el hecho de que no podíamos atenderles a todos porque algunos no quisieron, bajo ningún pretexto, ver mermar sus ingresos.

Si fuésemos poetas, que no lo somos, por suerte, nos habríamos detenido mucho antes de añadirle otro adjetivo a una mala metáfora. Que no se reduzcan, al final, los muertos, a una «bandada de almas incineradas por el destino», o algo así. Aunque algo así es lo que va a pasar finalmente: preferimos la cursilería y el sistema lo sabe, por eso siempre gana. La cursilería es a la inteligencia lo que el patriotismo a la comunidad y conduce al olvido de lo que somos: una bandada de almas en busca de la justicia.

Deja una respuesta