Estos días, en Magaz de Abajo, se hablaba de las elecciones y de los hijos de puta, mientras el enlutado Lambrión Chupacandiles anunciaba en Ponferrada el comienzo de la Semana Santa sorprendiendo a golpe de campanilla a niños y forasteros.
Los hijos de puta son los pocos que disfrutan alguna incomprensible sensación de resistencia acibarándonos la vida, o quitándonosla, y por eso hay que llamarles también cobardes. Ya lo hizo la hija de Isaías hablando por todos desde un sentimiento que a los demás nos toca por demócratas, pero nos llega de puro suyo. Para ser precisos habría que ir añadiendo a la relación de insultos palabras más eficaces como «iluminados» o «corrompidos». Añadan ustedes la que quieran. Lo único que yo no les llamaría nunca es «vascos». Nadie tiene derecho a un nombre colectivo si lo quiere ganar asesinando (iba a escribir «asesinando inocentes», pero hasta eso me parece ya innecesario). Si fueran vascos nos daríamos cuenta, escucharíamos.
Raquel y yo acabamos de votar en las antiguas escuelas y estamos tomando café en el bar de al lado. Son las seis. Los parroquianos se preguntan por su voto entre serias y bromas mientras la chiquillería rusticana juega en la plaza haciendo que a la fiesta no le falte de nada. Le estaba contando que últimamente sueño con ocho días de retraso.
– Ayer soñé con Álvaro Uribe.
– A mí me pasa lo contrario con los horóscopos, hoy me decía que iba a cobrar. – Pagas tú.
«Yo a Izquierda Unida», dice uno que acaba de entrar. Lo dice sin que nadie le haya preguntado nada, mirando desafiante y sonriente a los presentes. Y añade abriendo los brazos y mostrando las palmas de las manos: «pura suerte». No entiendo bien la frase hasta que él mismo la aclara.
– Es que yo me lo juego a cara o cruz, y ha caído de canto. ¿Y tú?, le pregunta al camarero achulando la voz, -¿ya has depositado?
– Todavía no, cuando termine de barrer deposito.
Antes de volver para Madrid a Raquel le da tiempo de corregir algunos exámenes y echarse un ratito (conduce ella) y yo aprovecho para sembrar flores en el talud de la huerta (que hemos parapetado de grandes piedras), cortar algunas ramas secas aquí y allá, seducir algunas enredaderas empecinadas en seguir su camino y regar los bonsáis.
Durante el viaje vamos oyendo el resultado. Parece que hay al menos un escaño para los chupacandiles de UPD, tan valioso como anecdótico frente al retroceso de IU, una formación a la que no deberíamos dejar morir y a la que no perdonaremos (y mucho menos esos a los que lo del voto útil no se les da bien) a un análisis de su propia existencia del que no le va a ser fácil salir airosa sin explicar por qué dirigieron su campaña a los oídos del PSOE y no a los de su militancia, tan abnegada como tradicionalmente fiel. Lo que aprenda el PP del resultado es asunto de ellos; aunque les rogaría que, por una vez, se piensen un cambio ahora que, según parece, entramos en ese «mundo grande y ambiguo» del bipartidismo al que IU ha contribuido a condenarnos. ¿Y Esquerra, aprenderán ahora que en política los que hacen el tonto se caen más pronto que tarde?
A Isaías le hubiese gustado que todo esto significase algo; lo que sea que garantice que lo fundamental está a salvo. A los del otro muerto celebrado estos días no lo sé, supongo que también.
Admitiendo que a lo largo de una vida sencilla las cosas deben cambiar de vez en cuando, me extraña, ingenuamente, que Zapatero no diga que ha «entendido el mensaje», que le han tirado de los pies y que se da cuenta (¿se da cuenta?); quizás sea frase tachada. Recuerdo su victoria hace cuatro años, que alegró tanto a Lucas porque, como él decía, «es que desde que nací hay PP». También desde que nació hay ETA, pero sabe que no son vascos, ni asunto suyo del todo, sino un puñado de capones inventapatrias a quienes deberían de saber frenar los mismos que los cebaron: nosotros.