Aburrido por culpa del cambio climático, que no nos deja comer higos (no han madurado aún) ni vendimiar (aunque hacerlo se hace), ni dormir sin pijama, me escondo en el campo donde la vida es más verdad que en la iglesia. Podría haberme quedado en la cama, por ejemplo, o pasear con Raquel hasta ver el mismísimo fin de todo paseo. Podría haber estado mezclando melocotones con ciruelas o plantando mi propio tabaco. Pero aún no soy, al parecer, lo bastante listo para dejar de leer el periódico: ese invento al servicio de la manipulación hecho por personas de intachable independencia. Así que estaba leyendo el periódico al tiempo que disfrutaba de un sol tardío pero veraniego que me hacía dudar, como debe ser, cuando Pangur, como si tal cosa, preguntó
– ¿He salido yo?
– En primera se dice que ya tenemos otro torero heroico (uno distinto de José Tomás), es la noticia más importante del fin de semana. El resto habla de la crisis económica. De ti no dicen nada.
Tras el incidente de Perera (dizque «diestro») me queda cada vez más clara la naturaleza haploide de los toreros. Leyendo la crónica de sus tres orejas más sangrientas que una película coreana, y mientras me termino (sentado en una piedra, miren ustedes por donde) una botellita de reservado Cabernet Sauvignon de la chilena viña Reguinga que ya he agradecido a quien corresponde, me vienen a la memoria algunos disparates injustamente olvidados. ¿No debió aparecer en primera página de todos los diarios, con más derecho que Perera, ese joven que, hace a penas unos meses tiró a un hombre vestido de mujer por la ventana? Los hechos fueron inicialmente encuadrados como un caso de violencia de género, pero aclarada la confusión la gente suspiró tranquilizada y se fue a casa a ver «Mira quién baila». Como si tirar por la ventana a un hombre vestido de mujer fuera más fácil que dejarse coger por un toro dos veces.
– Anda chaval, ¡quítate de mi vista!, dicen que dijo el comisario cuando descubrió que, como mucho, tenía ante sí un caso de homicidio en grado de tentativa eutrapélica.
Si un servidor se encontrase en casa con un hombre vestido de mujer no lo tiraría por la ventana, sépanlo; aunque quizás se tiraría él mismo, sobre todo si el hombre en cuestión fuese armado. Claro que un servidor vive en un primer piso…
– Porque los intelectuales sois todos unos cobardicas.
Pangur está envalentonado porque el viernes, de madrugada, nada más llegar a Magaz de Abajo, salió escopetado de su cesta de viaje, bajó corriendo a la bodeguita y se cargó a Neptuno que, como recordarán, era un ratón cuya existencia (hasta el día de autos, hipotética) ha quedado definitivamente demostrada por su deceso. Son cosas naturales: los gatos cazan ratones como los toros cazan toreros. Unos y otros practican esa forma de sadismo que consiste en jugar un poco con la víctima antes de asestarle la punzada definitiva, lo que a veces propicia que ésta (la víctima) logre escapar con vida. Neptuno no ha tenido la suerte de Perera, claro que tampoco llevaba espada, ni traje de luces, ni fotógrafos, ni lo tenía todo a su favor de una manera escandalosamente premeditada.
– Ni falta que me hacía. Y no sé por qué no me sacan en los papeles.
Raquel se ha llevado un disgusto (y eso que los ratones no le gustan nada de nada) y ha estado limpiando la bodeguita como si fuera a ser contagioso. Menos mal que hemos tenido visita de una desagradable señora mayor que nos ha llevado a cortar unos racimos de uvas a las viñas de arriba, y eso la ha tenido entretenida.
A las dos, eso sí, parecía sentarles estupendamente verme cargar doblado con los cajones rebosantes de Mencía que ellas llenaban a la velocidad del rayo. A servidor las uvas, así en crudo, le gustan menos que los ratones a su señora.
– ¿No te importa, verdad?
– No, pero dile a esta a esta anciana que no me ponga más huevos de dinosaurio en el cajón, que me doy cuenta.
– ¿Qué dices infeliz, mequetrefe?
– Nada señora. Nada.
Todo el mundo carga de vez en cuando con algo que no desea, y en esta tierra esos materiales se dan de suyo y a rabiar. Miren si no don Alejandro Crespo Garrido, vecino de Pobladura (no muy lejos de aquí), que lleva más de un año con 400 kilos de fósiles en su casa. Se los inmovilizó la Guardia Civil cuando se disponía a venderlos por Internet como si fuesen relojes de imitación o bonos del tesoro. Los fósiles de don Alejandro son, en su mayoría, huevos de dinosaurio, como los míos (del cajón de las uvas, no me interpreten mal), que se encontró desbrozando como yo a por uvas por no enfrentarme a la tercera edad.
Un servidor, o don Alejandro, o el joven defenestrador deberíamos ser noticia de primera. Sin embargo los periodistas deciden que encontrar huevos de dinosaurio en cantidad enorme, defenestrar travestidos o trabajar en domingo es menos importante que resultar herido vestido de torero por un toro que palmar, palma fijo. Pues servidor no ve la diferencia entre la proeza del diestro y la del ya añorado Neptuno, por ejemplo, y menos ahora que tras terminarse la botella de vino de antes sigue igual de baldado que antes.
No insinúo que los cajones de uvas pesen tanto como los huevos de dinosaurio inmovilizados en casa de don Alejandro, pero ahora comprendo mejor su problema. Yo voy a usar los huevos para cimentar el talud de entrada a la huerta y también para acrecentar los montones defensivos contra (si los hubiera) mamíferos hostiles. Me valen. Don Alejandro sin embargo no pensaba tener que convivir con ellos ni mantiene litigio alguno con próximos o lejanos (exclusión hecha de la benemérita), pero así son las cosas: al final, ni dinero ni fama. O te vistes de luces y te dejas cornear o en los papeles no sales aunque tengas un gato que lee a Ruiz Zafón o te hayas encontrado la finca llena de huevos de dinosaurio. Don Alejandro: si está leyendo estas líneas, considere la posibilidad de enviárselos a Perera, que nosotros no somos nadie.