Siempre me ha gustado darle a la mañana un poco de ventaja; no dejarla escapar, pero tampoco ir a por ella cuando aún no ha cambiado los dientes de leche. Por eso todas estas crisis tan graves que nos rodean me pillan generalmente ya discutidas por los políticos, rediscutidas por los parroquianos y a veces (muy pocas) solucionadas por sí mismas antes de que me de tiempo a terminarme los huevos fritos con chorizo y el mendrugo de hogaza del desayuno.
— ¿Pero no te has enterado? Se ha resuelto la crisis.
— ¿Cual?
— La de esta mañana. A ver si te espabilas. La de esta tarde sí que es grave.
Pues ahora voy a tener que espabilarme porque con esto de que arrecia en vez de amainar hay mucho que aprender. Un día salgo a la calle y tengo que aprenderme qué son las hipotecas basura, otro termino de comer y el presidente de Estados Unidos tiene nombre árabe y es negro, otro que las tasa a las transacciones es una pretensión inocente, otro que me he quedado sin circulante.
Servidor ignoraba qué era eso del circulante hasta que hoy (a última hora) se acercó al banco encaprichado de una batería de jazz (Mapex, gama alta) pero necesitado de un ordenador en condiciones y le informaron, muy cortésmente, de que la inmensa fortuna heredada de su antepasado el bandido Cucaracha asciende sólo a cuatro mil ciento sesenta y tres euros con quince céntimos.
— A día de hoy.
— ¿Pero algo se podrá hacer, no?
— Despeje la ventanilla o llamo a seguridad.
La verdad es que casi me alegro porque ahora sé que corría grandes riesgos siendo rico y por primera vez me siento realmente a salvo. No me había dado cuenta de las enormes asechanzas y vicisitudes, de las grandes felonías y martingalas a las que se exponen los desgraciados pudientes afrontando todas y cada una de sus madrugadísimas y laboriosísimas mañanas sin más armas que un Activia con galletitas sin azúcar y medio pomelo. Mañanas largas como raíces de acacia rusa espinosa seguidas por tardes prietas como escobones, por no hablar de sus ominosas noches escasamente reparadoras y sus sueños llenos de porcentajes y diagramas de flujo.
El bandido Cucaracha tampoco era amigo de madrugar, al tiempo le dejaba siempre jugar con blancas y hasta puede que algún peón le cediese en más de una ocasión a la Guarcia Civil sin pensar en las consecuencias. A desmano de su oficio (o quizás por su oficio) practicaba esa filosofía que paradójicamente (o no tanto) es más de pobre que de pudiente, de bueno que de malo. Ahora estoy en Magaz de Abajo disfrutando del frío y sé que la paciencia de saber apostar el último es la mejor herencia que pudo dejarme. Si lo lamento un poco (lo de mi ruina económica) es por Pangur, que me había pedido cinco mil euros para seducir a la difícil gata del vecino bueno, que (todo sea dicho) no está nada mal para ser una félida montesina de dudosa educación y enmarañada ascendencia.
— ¿O sea que no me prestas la pasta?
— ¿Cinco mil? Imposible. No puedo…
— La verdad es que me apañaría con cuatro mil ciento sesenta y tres euros con quince céntimos.
— … porque no tengo circulante, y dame ese recibo que no es tuyo. Además, ¿tú no estabas castrado?
— Y Farinelli, no te j…
No he censurado nada, es que ha salido corriendo sin terminar la frase, supongo que a intentar sablear a Raquel que, por cierto, acaba de entrar por la otra puerta con dos copas de Amarula y cara de saber que no todo lo que está en crisis (acabo de cumplir cincuenta y dos, casi lo olvido) rehuye la audacia de la oportunidad. Quiere decirme algo, pero le pongo un dedo en los labios y sigilosamente cierro las puertas. Vuelvo a pinchar la Semiramide riconosciuta, de Gluck (no me apetece buscar otra cosa) y me siento con ella. Ya está anocheciendo.
— ¿Por qué has cerrado?
— Para que no nos de la murga el circulante.
— ¿Qué tal en el banco?
— ¿Sabes el chiste del tipo que le prestó seiscientos mil euros a un amigo para que se hiciese una operación de cirugía estética?
— No. ¿Y…?
— Que no le pudo reclamar la deuda porque ya no lo conocía.
— Muy bueno.
— Pues eso es lo que ha pasado.