Me pregunto si el viejísimo don Paco vio acercarse a la muerte disfrazada de maestro de ceremonias, un poco apremiante ya, en cuanto comenzaron a rendirle homenajes. Quizás, pues a esa edad tampoco va uno a pensar que lo que viene a continuación deba de ser lo mejor de la vida, a sabiendas de haber sobrevivido con creces a sus contemporáneos, prefirió no morirse entre desconocidos y aceptar de buen grado la proximidad de quienes, con prisa calculada, corrieron a fotografiarse ataviados de gala junto al gran hombre menguante.
Coincidiendo con la noticia que informa de que los seres humanos tenemos la misma cantidad de genes que un melón, lo que le habría echo gracia y hasta le hubiese arrancado algún malvado a parte entre discursos, ha muerto esta semana Francisco Ayala, «don Paco», a los ciento tres años, confeso de no haber hecho nunca gimnasia y no acostarse un solo día sin su discreta ración de sano whisky. Perdemos un testigo de nuestra historia, un escritor de mérito y un ensayista brillante, comprometido e irónico… pero igualmente lamentamos la pérdida de un lector despierto y sincero de la realidad y de los libros. Un lector que, además, nos caía bien.
Y también centenario ha muerto Claude Lévi-Strauss, esta semana. Pero de él, en España, no ha dicho nada digno de mención ningún periódico; nada, al menos, a la altura del personaje. Como si no hubiese sido él también testigo de nuestra historia, como si, para nuestros periodistas culturales, haber sido la figura intelectual más influyente del siglo XX no puntuase junto a la incontestable regalía de haber nacido en Granada.
No me cabe la más mínima duda de que los merecimientos de don Francisco Ayala justifican con creces la cobertura informativa desplegada con motivo de su fallecimiento, máxime siendo nuestro. Méritos inmensos, si se desea, los suyos, pero que se quedan en generales al lado de los sumados por el casi silenciado Lévi-Strauss. Por eso creo (¿por qué no iba a decirlo?) que la disponibilidad de información, lo cercano de los últimos homenajes que se le rindieron y lo fresco de los artículos que se le dedicaron han hecho pensar a los periodistas que bien podían ahorrarse el esfuerzo de averiguar quién fue o qué hizo el otro muerto, el que tan pronto como en Tristes trópicos nos advertía: «la humanidad se instala en la monocultura; se dispone a producir civilización en masa como cultiva la remolacha». Con Ayala lo tenían más fácil. A Ayala se lo sabían. Eso es todo.
Incluso admitiendo que los dos intelectuales a penas compartieron en vida una cierta simpatía moral y algunos avatares biográficos que no hubiesen dado para la redacción de unas «vidas paralelas», o la maquetación de eso que los periódicos llaman «un despiece», la manifestación de lo equidistante de ambas muertes es algo que, en nuestro país al menos, hubiese elevado el duelo a la categoría de reflexión.
Así son las cosas: a uno le dan treinta líneas y no puede pasar del romanticismo académico, del elogio familiar, pero le dan veintiséis mil genes y puede escoger entre hacer un periodista cultural o un melón.
– ¿Francés?, quiere saber Pangur desde el interior de una caja de cartón vacía.
– No, por lo visto el melón francés sólo tiene veinticinco mil genes.
– Pues ahí está…
– Era Belga.
– ¿Quién?
Hemos empezado ya a empaquetar y traerlo todo para Magaz de Abajo, y no me siento con fuerzas para ponerme ahora a buscar las Mitológicas entre tanto desorden. Ya aparecerán, y cuando lo hagan tal vez ni siquiera las abra ni relea fragmento alguno, pero me gustará buscarles un lugar cercano al escritorio en las estanterías. Me ocurre con algunos libros, pocos, a los que el tiempo ha ido otorgando cierta cualidad de fetiche o retrato, de objeto inspirador, de muleta o bastón que me tranquiliza tener al alcance de la mano, ya sea para sostenerme en él, ya para propinar un buen golpe si se tercia. Recuérdenme que les hable de eso.