El viejo Studebaker

Tiempo estimado de letura: 6 Minutos

En cuanto el Alsa me deja en la estación de Ponferrada paro un taxi y me dirijo directamente a Magaz de Abajo.

– No me de conversación, gracias.

Me he propuesto encontrar a alguien que no sepa que Madrid ha perdido su candidatura olímpica, y tengo una ligera idea de dónde puedo encontrarlo. El viaje en Alsa da para leer muchos periódicos y escuchar mucho la radio. Dejo una nota para Raquel: «Me llevo el Studebaker. Volveré a tiempo. Te quiero».

– Suñén.
– ¿Qué quieres ahora gato?
– Tú no sabes conducir.
– Sí que sé.
– No.

Añado en la nota «Pangur se viene conmigo» y nos ponemos en camino sin más demora hacia el fin del mundo que, según la prensa local está en Ransinde, muy cerquita ya de la cima de Piedrafita. Les ahorro la conversación con Pangur, que versó sobre la Trilogía Millennium, de Stieg Larsson, que le gusta casi más que Ruiz Zafón; aunque sólo va por la primera parte: Los hombres que no amaban a las mujeres. ¡Qué tontería de título! (pienso y sólo pienso, porque ha empezado a llover y no quiero distraer a Pangur que conduce de una manera ya de por sí distraída e indiscreta).

Una vez en Ransinde nos vemos obligados a entrar en el pueblo pasando por debajo (el Studebaker puede) de un camión alsaciano que se ha quedado literalmente varado en la carretera. El hombre nos explica (ha aprendido algo de gallego, y no se le da mal gesticular) que lleva allí cuatro días perdidos por culpa de la pésima señalización de las carreteras españolas en general y castellano y leonesas en particular. Por suerte también sabe jugar a los chinos, así que pasamos un rato agradable con él.

– Seis con las tuyas.
– Siete.
– ¿Sabes algo de las olimpiadas?
– Que son cuatro años. ¿Por qué?
– Por nada, por nada. ¿Te he dicho que, en cierto modo, yo también soy alsacino?, dije intentando un chiste malo por el que afortunadamente no preguntó nadie.

El bar es más grande de lo que me pareció en un principio. La barra es pequeña, y el lugar oscuro, pero en el salón hay fácilmente una docena de mesas. El techo es alto y las paredes, de un color entre amarillo y gris, están forradas desde el suelo hasta media altura por una cubierta de plástico color madera. No hay fotografías, ni cuadros, sólo una pizarra de corcho, vacía, y un calendario del año pasado con la fotografía del Deportivo.

– Nosotros al período de cuatro años lo llamamos «corazonada».
– Pintoresco, opina el alsaciano.
– Blancas, dice Pangur, que lleva tres cuartos de hora sin pagar una ronda.
– ¿Y qué piensas hacer si no puedes sacar el camión?
– ¿Alugalo como vivenda?, se ríe.

El problema es grave, porque el camión no deja entrar a las camionetas de los proveedores habituales de los ransindeños, que tienen que caminar hasta las afueras para comprar el pan. Y no es que las afueras de Ransinde estén muy lejos del centro de Ransinde, pero las afueras son siempre las afueras y en estos pagos como en cualesquiera no son seguras, así que cuando alguien entra gritando «otro camión, ha llegado otro camión» salimos todos a la carretera.

– Otro camión.
– Ya.

Cuando nos quisimos dar cuenta se habían juntado cuatro camiones en esa especie de bote sifónico de España que, por lo visto, es la carretera de Ransinde y su presencia cada vez más engorrosa me daba ya un poco de miedo, así que pedí un café doble para Pangur y un orujo doble para conciliar el sueño durante el viaje y, sin esperar más, nos fuimos para Cacabelos, donde habíamos quedado con Raquel para que Secun nos presentase a su mujer.

– Adios.
– Vémonos.
– Tschüss.
– Un bon voyage.
– Xороший.

La historia de Secun y de Diana es muy romántica; aunque de un romanticismo moderno. Se casaron y siguieron viviendo cada uno en su casa hasta que un buen día Secun, seguro al fin de no ser el recalcitrante gamberro que había venido siendo desde sus años mozos hasta más allá de lo prudente la miró a los ojos bajo la pálida pero penetrante luna gallega y le dijo:

– Diana, ahora que llevamos un año casados, ¿por qué no nos vamos a vivir juntos?
– ¿Se puede saber qué haces? ¡Mira a la carretera!
– Busco un pañuelo, es que eso que has dicho es muy bonito, parece de Ruiz Zafón.
– O de Gala, no te… ¡Qué mires a la carretera, maldito gato! Y pon la radio.

Después de escuchar Alina de Arbo Paart (casi Satie), que es una composición a la que tengo un especial aprecio aunque no tanto a su autor, y alguna otra pieza que no recuerdo, llegamos a Cacabelos donde nos esperaban los Santos con la cerveza en la mano y Raquel con una cesta de membrillos. Estaba guapísima con su cesta de membrillos, mucho más que los Santos con sus cervezas. Y como eran para los Santos los membrillos pero no la cesta, en cuanto se quedó vacía Pangur aprovechó para dormirse  dentro en plan gatito amoroso pero insolidario. Por suerte en Cacabelos se ofrecieron a cuidar del Studebaker hasta el día siguiente, que fue Raquel a buscarlo en la bici, con más membrillos.

Ahora estoy esperando a que vuelva del Instituto. Es lunes (¿o martes?). Sopla un viento tan endiablado que no sé cómo no arrastra a la luz, rotunda, seca y casi material que ilumina tejados y viñas. Me siento protegido al calor de la madera bien barnizada y confortado por el olor de los libros. Madrid queda muy lejos, demasiado lejos para que me preocupe su olimpiada fallida o el dinero gastado en salvas. A lo mejor sí que soy un poco alsaciano. Madrileño, desde luego, cada vez menos.

Deja una respuesta