Vamos a Ponferrada. Raquel, un servidor y, en el asiento de atrás, junto a un montón de periódicos atrasados, Lucas, que viene de sus vacaciones «maternas» en Caños de Meca y pasará con nosotros estos últimos días. El perro Cato se ha quedado vigilando. Les cuenta, servidor, que en Noceda han celebrado su tracidional carrera de burros, y que por tercer año consecutivo ha ganado la pollina Nevenka, esta vez montada por don Benito González.
— ¡Qué mala leche tienen algunos paisanos!, dice Raquel.
El premio eran ciento cincuenta euros y un saco de cebada, y parece que la fiesta fue un verdadero exitazo: catorce burros y cinco mil personas (¿o le bailan las cifras a un servidor?). Bueno, la cosa es para escribirla: «El Pedáneo de Noceda, Amable Díaz, feliz por la popularidad del acto, manifestó su satisfacción por la reciente inclusión de la carrera entre las fiestas populares de interés regional.» Lo que significa 1.200 euros de subvención de la Diputación provincial. Poco, pero algo es algo.
— Tú escribe lo que quieras, porque aquí te van a hacer menos caso que a Juanjito Millás. A Nevenka la juzgó el pueblo tras deliberaciones susurradas, casi siempre oscuras y no pocas veces enconadas. Lo que digan la ley y sus sirvientes, en este asunto, no importa. Lo de Noceda es el producto perverso de ese juicio popular también perverso. Ya no se habla del tema. Nevenka perdió, dijeran lo que dijeran los tribunales.
Una de las cosas que mejor hace Raquel, que son muchas, es aparcar. Lo ha hecho en poquísimo espacio, frente a la terraza de un bar, y los parroquianos casi le aplauden.
— Id tomando el aperitivo, que me acerco un momento aquí a la vuelta…
Entramos en uno de los locales de la plaza y pedimos una cerveza y un mosto. Pero de repente, servidor hace un descubrimiento que le deja estupefacto: en la repisa de arriba, disimulado entre la barroca y abundantísima exhibición de marcas corrientes, un pequeño mueble expone las siguientes botellas de whisky: «Glenkinehie», diez años, de Lowland; «Lagavulin», dieciséis años, de Islay; «Cragganmoore», doce años, de Seyside; «Talisker», diez años, de Skye; «Dalwhinnie», quince años, y «Obam, catorce, ambos de Highland. Servidor anula su solicitud anterior y pide un chupito de cada y se pone a leer el periódico. El problema de ajedrez se le resiste. La información deportiva se le resiste. El Líbano se le resiste. Todo se le resiste. La camarera le pregunta que si es inglés y servidor niega con la cabeza.
— De Noceda.
Lucas le mira a un servidor entre divertido y escandalizado; pero acepta el trato de comerse los siete aperitivos a cambio de no delatarle, ni hacer juicios de valor.
– Pues me había parecido usted inglés.
– Sí, me lo dicen mucho, por el bigote… ¿Qué le debo?
– ¿De los whiskyes y el mosto? Siete euros.
Le propone servidor comprarle el expositor entero, pero para eso tiene que volver el lunes, que está el jefe. Lucas descubre el punto débil de las blancas y ambos echamos en falta a Raquel, que enseguida entra con un par de bolsas.
– Me he pasado por la mantequería. ¿Cómo lo lleváis?
– Very well, thanks. Sólo me falta el Talisker.
Pura seda, piensa servidor mientras Lucas le explica la maniobra de la dama. También piensa que la música está demasiado alta, y que no le gusta el rock, se ha vuelto previsible, como los periódicos o los burros de Noceda. Raquel no quiere tomar nada, así que hacemos un par de compras más, pasamos por la librería Siena y damos por concluida la visita a la capital.
De vuelta en casa nos sentamos un rato a la mesa de piedra, mientras se calienta la sopa. No hablamos, pero cuando nos levantamos y entramos en la cocina nos peleamos jugando a ver quién pasa primero.
– He ganado yo, el pollino inglés. ¡By a Nose!
– He sido yo, dice Raquel. – ¡La pollina veloz!
– De eso nada, dice Lucas. – Cato ha entrado antes.
– Cato no cuenta, le regaño. – Cato es un perro. No sabría qué hacer con ciento cincuenta euros. Y tampoco sabría realizar labores agrícolas sencillas, ni transportar ecologistas en paseos pintorescos, ni menos aún servir de terapia para personas incapacitadas física o mentalmente, cosa que los burros modernos hacen a la perfección. Que lo sepas.
Cato, ha vuelto a salir. Es su hora de ladrarle al camino para que se ilumine. Lo que hará exactamente cuando lo mande la célula fotoeléctrica que lleva incorporada la luz de fura. Cenaremos en la bodeguita, la sopa, unas salchichas de matanza y el pan de hogaza, y servidor se quedará un rato leyendo el evangelio de Judas y pensando que el verano se acaba demasiado pronto, y que, aunque el mundo sea una chapuza, la vida tiene su gracia.