Hay una discusión política necesaria sobre la mejor manera de ganar a una infección cuyo desarrollo depende de demasiados factores que aún ignoramos. La decisión entre usar la provincia o las zonas de salud como unidad de aplicación de distintas medidas, por ejemplo, es algo que tiene más que ver con el territorio en el que los responsables se sienten más seguros en cada caso, que con la fiabilidad que los responsables le merezcan al mando único. Entiendo que puede haber dos opiniones y una negociación, y un acuerdo.
Podemos discutir sobre la autoridad de las comunidades autónomas para gestionar la llamada «desescalada». Pero el equilibrio de poder, de poderes, quizás no sea es un factor de seguridad en una fase del problema en la que aún contamos muertos a centenares. También podemos discutir sobre la pertinencia de algunas concesiones, como que la ocupación de las terrazas de los bares haya pasado del treinta o del cincuenta por ciento; espero que quienes negociaban del lado de la hostelería fuesen consciente de su ignorancia sobre cómo se maneja una pandemia de estas características, y de que ese 20% de diferencia que da un respiro a sus números podría cobrarse un impuesto adicional en forma de vidas humanas.
Podemos enfrentarnos durante la emergencia a un millón de minucias y a una multitud de escenarios, siempre que nuestro enfrentamiento no sea una simple operación de desgaste y tenga un objetivo común: anteponer la salud a la economía.
Podemos ofrecer autonomía a quienes estaban en contra de la autonomía, pero el resultado debe arrojar números positivos, esperanzadores. Porque lo que pase al final le será reclamado a una sola persona. No es justo, pero así será.
Podemos discutir nuestra opiniones eternamente, pero puede que no tengamos para hacerlo la vida que suponíamos. Por eso priorizamos, tomamos decisiones impopulares y hasta económicamente catastróficas. ¿Quién le iba a decir a Pedro Sánchez que gobernar, al fin, sería así de serio?
Este hombre no tuvo nunca mi simpatía, pero ahora la tiene. Me pongo en su piel y siento la mirada de la Historia (con mayúscula) y la amenaza de un futuro que podría, por causas ajenas a su voluntad, convertirlo en un héroe o en un inútil. Y eso es ahora que estamos aún a medio camino, en el tramo que exige autoridad, humildad y gestión; el segundo tramo reclamará solidaridad y fortaleza, el segundo tramo será el que ponga a prueba su política, el que realmente la enfrente no a sus votantes, sino a sus gobernados. No querría estar en su situación. Para ser sinceros, la idea de que mi situación dependa de quienes ocupan su cargo siempre me incomodó. Ahora, por motivos que ni a él ni a mí nos parecen los mejores motivos para una reconciliación, tiene la oportunidad de hacerme cambiar de idea.
Supongo que se da cuenta de lo que significa doblegar la crisis a la que se enfrenta, y de lo que significará cómo aborde la rehabilitación. A lo mejor, al final la solución Sueca resulte ser mejor que la suya; pero eso sólo querrá decir que apostaron y acertaron. No apostar es una opción tan buena como esa y, personalmente, le agradezco que la haya tomado.
Naturalmente, si no se tuerce todo más allá de la expectativa razonable, tendremos tiempo para juicios que serán pormenorizados en una dirección y en otra, porque revisaremos lo ocurrido como el piloto analiza su carrera o el futbolista su juego, con objetividad, profesionalidad y afán de superación.
Pero cuando las posiciones en litigio se diferencian sólo porque una quiere derrotar desde el poder al enemigo del pueblo y la otra al poder, cualquier negociación, la más mínima, es una traición al pueblo; por eso, y sin que sirva de precedente, por eso, y dejando bien claro que lo que voy a escribir a continuación tiene fecha de caducidad, por eso: Señor presidente, por desgracia no puedo ofrecerle ningún tipo de ayuda realmente eficaz; pero sí mis respetos y mi apoyo pequeño, personal y sincero.