Metafísica

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Veo y escucho y no doy crédito. Mientras en la televisión, el setenta por ciento del tiempo, se me informa de que el producto que fabrica Fulano no está realmente fabricado por Fulano si en su etiqueta no pone que ha sido fabricado por Fulano (información tan útil como la que me procura saber que como queso cortado Mengano porque previamente he comprado queso cortado Mengano) los políticos han empezado a dedicar su quince por ciento a impartir autoayuda. No sé a ustedes, pero a mí me parce que esto es un signo de que el medio se les está yendo de las manos, a unos y a otros.

El quince por ciento restante son programas de cocina no necesariamente educativos.

Hubo una época en que se imaginaba el futuro como la realidad verdaderamente existente mostrándose justa con la gente realmente existente, una época en la que el televisor era un electrodoméstico y no un medio de comunicación. Para empezar por el final: uso la televisión en defensa propia, para ver películas que ni llegan ni llegarán jamás a los cines de Magaz de Abajo como uso la compra electrónica, e incluso el libro electrónico, para leer todo eso que ni llega ni llegará jamás a las librerías de Magaz de Abajo. Ni vivo en el pasado ni recelo del pensamiento moderno, pero (y enlazo aquí con lo primero) ¿me parece a mí solo que a los políticos les ha entrado la urgencia de emular a los grandes gurús y convencernos de que el mundo debe ser cambiado, a nuestro través, para que se parezca a los fantásticos ideales generales que acaban de leer en algún manual de filosofía de moda y no para responder, a través de ellos, a nuestras necesidades reales?

Me explico. Malamente.

Me explico: me entra por el oído derecho una voz que (aprovechando décadas de gobiernos contemporizadores) dice que el fascismo es alegría y que, de salida por el izquierdo, se topa con otra, entrante, que (aprovechando que San Valentín es el patrono de los enamorados y el amigo de los mercaderes) me ofrece algunos sabios consejos sobre lo que sea o no sea querer y cómo debo afrontarlo. De los del medio (cuyo discurso me entra, en efecto, por las narices) ni hablo. O sí: uno se mira el ombligo, otro fortifica su isla de zombis y otro reina sobre el filo de una espada como la bailarina en su caja de música. Reconozco al meteorito salivando detrás del dinosaurio que saliva detrás del mamífero. Limitarse a salvar la posición, independientemente –y siento tener que decirlo así de claro– de la ideología que se defienda, no es una buena idea.

Veo, incluso, que se pretende tramitar leyes que ni siquiera se molestan en cuestionar el mecanismo. Parece que tal cosa no es tendencia y, como bien sabemos, la tendencia es la norma y no tiene otro objeto de proselitismo que la venta de la felicidad televisiva. Así, se van a dedicar a construir sociedades imaginarias, no a solucionar problemas sociales, los políticos. No van a hablar de números reales, de números verdaderamente significativos, sino del significado del concepto de significado y de cómo debemos incorporarlo al ser pensante mediante una actitud individual permanentemente orgullosa de nuestras instituciones.

Vivo en un país donde un partido, legalmente constituido, solicita premiso para organizar un acto público en el que se acaba exaltando el fascismo y, de resultas, se pide la dimisión del delegado del gobierno en vez de aprovechar la ocasión para ilegalizar, de una vez, a una formación que debería haber sido ilegalizada hace años.

Vivo en un país que, según mucha gente, mucha, no sólo es muy democrático, sino quizás «demasiado» democrático. ¿Cómo no voy a tener miedo?; pero según parece lo único que debo hacer es empezar a pensar como un humano medio y no como un rapero de tres al cuarto.

No pretendo que estén de acuerdo conmigo, y sé que mis ejemplos son intencionados, sino que mediten sobre el hecho, a mi parecer grave, de que la tendencia está sustituyendo al futuro y que, por tanto, queda éste condenado a no ser más que la prolongación de la prorroga de la moratoria del pasado (ni siquiera del presente) sin mayores (verdaderos) cambios. La revolución, de aquí para adelante, no será pues más que un complemento radical, «disruptive», lo que quieran, pero una cosa tan fácil de asumir (o tan difícil de ignorar) como su deseo de brillar en la banalidad se lo permita. Ser no será más que una declaración no morfológica, amar no será esa especie de milicia que nos iluminó Ovidio sino (la estrategia es la trampa) el enemigo en cuyas garras evitaremos caer para caer arrobados en brazos del Estado. Pues, ¿saben qué?, es al Estado al que hay que mirar, y (¡ojo!) no como te miras en el espejo, sino como el espejo te mira a ti: sin pestañear. El mal no está en ti (ni en tu pareja), pero está en ciertos espejos.

Y este es el problema: que me parece que la política, como la publicidad, empieza a decirnos que el mal está en nosotros y que el futuro no podrá llegar nunca si no mostramos buena disposición y mejor actitud comprando lo que se nos dice como se nos dice; ya saben: cortado por Fulano o etiquetado por Mengano (¿o era al revés?).

Política de refuerzo positivo.

La palabrería más cursi aspira a ser nueva realidad. Y estoy esperando que me digan, los publicistas, los políticos, qué es el arte verdadero, qué hacemos en el Universo o cual es el precio de prestarle atención a vivir y a quién se le debe o qué es en realidad la muerte y si hay vida debajo de los adoquines, porque seguro que lo saben, y si no lo saben esgrimirán un adoquín y esbozarán una proposición sobre el adoquinado doctrinario y su nefasta influencia en el gasto público.

Todavía votamos. Que venga un experto estadístico y me diga qué porcentaje de la población es el que realmente elige a nuestros gobernantes; pero es cierto (y me alegro): votamos.

Y, aún así, nos explican las cosas, el mundo y nuestro estar en él estos políticos reconvertidos en maridos pacientes y educadores de la bella masa y voceros de una utopía que languidece ante sus incontestables exposiciones; si no se avergüenza. Peligrosamente, como ocurre con algunos artistas, sus explicaciones empiezan a resultar más seductoras que sus resultados y hasta a sustituir completamente a estos, reducidos a necesario fantoche de charlatán, como es el queso para la agencia publicitaria, la mano abierta del mago.

Si entregasen resultados concretos (un aire respirable, un referéndum, un ingreso mínimo, una educación, un trato igualitario, una vivienda, una sanidad, etcétera, etcétera) haciendo su trabajo sin tanto anuncio, podríamos votarles por sus méritos y no por sus ideitas, y nos sentiríamos más capaces de ver el futuro como lo que debe de ser en una democracia suficiente: lugar posible, no imposición metafísica.

PD/. Me van a decir que hay un montón de políticos anónimos haciendo muy bien las cosas. Lo sé, y admito mi tendencia a la hipérbole, pero estoy seguro de que les pasa lo mismo que a mí. Quizás deberían…

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