Hace unos días asistimos a la celebración de la «festa do maio», un espectáculo pagano, muy pagano y alegre, seguido de la inevitable misa. Las distintas comitivas, que parten de Las Vegas, El Castillo o la calle del Agua, recorren la ciudad (Villafranca) hasta encontrarse en la Plaza Mayor. Les acompaña la música de la Escola de Gaitas.
De vuelta a casa, en el viejo Mercedes diesel, que es una obra de arte el pobre, la radio nos regaló una casi olvidada pieza de Mozart. Para flautino. Y (tras una paradiña en Cacabelos, a tomar un pulpo a feria y un vino y comprar unos periódicos que a esa hora parecían del día anterior) ya en Magaz, charlamos hasta las tantas, dando cuenta en la bodega del orujo de aquí: aromático, intenso, y fuerte, fuerte a pesar de haber envejecido (en madera) casi cuatro años.
— Religión, música y orujo. A eso se reducen las fiestas en este país, dijo un servidor.
— Son cosas distintas, dijo Raquel. — La religión es un fenómeno inexplicable que deberían estudiarla los neurólogos. La música es la solidez en estado puro. Es voluntad, no fé.
— ¿Y el orujo?
— En el orujo me gusta mojar galletas.
— ¿Y dices que yo soy raro?
— Eres tan raro que cuando tengo que presentarte a alguien le advierto antes.
Se hizo gracia a sí misma, por lo visto, así que servidor aprovechó que no dejaba de reírse para atizar el fuego (aún refresca por las noches en estas latitudes) y poner algo de música, y se quedó pensando en la frasecita hasta que Bruckner le atrapó expicándolo todo: ascendente, vibrante, e indestructiblemente lejana.
— Ponlo más alto, que voy a dejar de hacerte caso, dijo.
Volvió a reírse, y concluyó:
— Y por eso te voy a servir otra copita.
Obedecoó servidor dando un sorbo y pensando que es la naturaleza la que da los motivos para una fiesta; pero que es la música la que nos enseña las reglas. Y recordando (en silencio) al bueno de Shakespeare (El mercader de Venecia, Acto IV):
¿Para qué religión habiendo música?