Se habla mucho del adelgazamiento del interés por la lectura. Y no es raro que, en ese contexto, se escuche también la palabra Internet. Sin embargo sospecho que culpar a lo que, finalmente, no es más que una nueva forma de comercio (puede que de educación, incluso) de algo tan grave como el descrédito de la lectura es hacer una interpretación demasiado fácil.
La aparición de las últimas generaciones de teléfonos móviles y ordenadores de bolsillo trae consigo un sistema de comunicación cuyo código podría, en un momento dado, permitirse el lujo de prescindir definitivamente del teclado. No será eso lo único que ha desaparecido de la tierra por motivos puramente económicos. Que el comercio prescinda de la escritura es algo a lo que, nos guste o no, tiene derecho. De entrada su internacionalización hace necesario un código más universal (otra forma de lectura no creativa, como hay tantas); pero se trata aquí de funcionalidad: no es una guerra. Al menos no lo será mientras detrás de estos avances electrónicos no se agazape la tentación de monopolizar el sistema de signos, el código necesario (que no nos pretendan vender la posibilidad de comunicarnos, como ahora no nos venden, aún, el alfabeto). Parece más probable que sea la voz humana la que acabe solventando nuestra comunicación con las máquinas (que por cierto, carecerán aún durante muchísimo tiempo de la fiabilidad del libro). Pero cuando confundimos comercio con cultura el error lo estamos cometiendo notros mismos, nadie más.
La Internet y la crisis de la lectura/escritura coinciden en el tiempo. Pero ¿por qué tantas preguntas a la Internet y tan pocas a la política cuando hablamos, precisamente, de actos comprometidos, como la lectura o la escritura, en la formación de una conciencia crítica?
Dos cosas están mezclándose en lo que a la tan cacareada (y por otra parte no demostrada) pérdida de influencia de la lectura se refiere: por una parte la obsesión por una comunicación sin ambigüedades; por otra la banalización de la cultura. Seguramente ambas tengan que ver con el hecho de que cada vez somos tratados más como consumidores que como ciudadanos, y de que cada vez asumimos con más naturalidad ese cambio. Fabricar profundidad, densidad y crítica; fabricar lucidez, originalidad y belleza no es fácil: pero venderla no es tan rentable como vender su falsificación, que no es sino comunicación torpemente esilizada. Olvidamos que la creación literaria se mueve en el espacio de ruido que la comunicación le deja. Un lugar sin certezas, pero del que proviene la humanidad.
Es el concepto de lectura lo que está cambiando, obligado por la decoherencia de los valores de conocimiento, por el descrédito de la cultura como guía y visión del mundo, algo que no tiene nada que ver con la Internet. Parece que no advertimos que la lectura no es algo independiente del conocimiento. Y (acompañados en ello por el agresivo viento neoliberalista reinante en occidente) volvemos a considerar la literatura un entretenimiento burgués, casi una pérdida de tiempo en la era del riesgo. Hablamos de leer, pero hablamos (sobre todo) de leer literatura; lo hacemos porque otras lecturas quedan fuera de lo que llamaríamos textos no pedagógicos.
Cuando leemos todo nuestro conocimiento está en juego. Y además: leer es leerlo todo, desde el libro hasta la forma de las nubes. Y así como el amante que lee la piel de su amada, así como el barco que va leyendo el mar, cuentan con la intención de una conciencia cuyo conocimiento excede con mucho el simple hecho de deslizarse sobre el agua (y servidor recuerda aquí cierto pasaje magistral de Buenos tiempos en el Mississipi, de Mark Twain) o la piel, el lector que se enfrenta a un texto se enfrenta también a su estar en el mundo, a su propia cultura y (quizás lo más importante) a su capacidad de relacionarse con lo otro del mundo.
En la medida en que las humanidades pierden prestigio la lectura lo pierde también. El facilismo de algunos medios de comunicación (del que son cómplices no pocos escritores, ¿suicidas?), la trivialización de los contenidos (no sólo en la Internet, como se ha dicho) y la relajación en nuestros propios juicios sobre la realidad hacen posible una amenaza que, disfrazada de democracia, o de libertad (pero disfrazada), podría llegar un día a dejarnos sin historia. Dejar de leer es hacer cesión de la propia conciencia.
No pasará, al menos no porque la Internet sea el enemigo. Por el contrario, podría llegar a ser un importante aliado si, como parece, opta por la «verticalidad» de sus contenidos, por su utilidad específica, y comienza a preocuparse por el discurso.
El enemigo es siempre ese que hace de su incultura un signo de su libertad. No es culpa suya, sólo la expresión de su pereza. El ambiente le ha convencido de que el derecho a su propio embrutecimiento es uno de los pocos que puede ejercer sin presiones. Tal derecho no existe, en su lugar tenemos el deber de aprender, de superar nuestra capacidad crítica, de ser más libres. No es sólo nuestro gusto o disgusto lo que nos permite juzgar. Si creemos eso, nos limitamos a admitir un código pasado y seguramente aprendido a medias; a dar por buena una educación recibida a cambio de una obediencia concreta; nos limitamos a aceptar una versión impuesta y oscuramente impositiva, cerrada, del mundo.
La lectura nos salva de eso, la lectura nos exige (como la contemplación de una pintura, como el esfuerzo de audición de una música desconocida) que nos preguntemos por lo que sabemos, que cuestionemos nuestro aplomo de ciudadanos con demasiados problemas como para dedicarle a la inteligencia algo más que el afán de ser gratificados sin esfuerzo.
En su Fábula decimocuarta, D. Juan Benet contaba la historia de un libro que cuanto más interesante era más deseos de abandonar la lectura provocaba, tal libro parece estar volviéndose real: verdadera estrategia de la mediocridad. La lectura reclama la apertura constante de nuestra atención. Desea que estemos despiertos y que seamos libres. Por eso la aparición de un buen libro produce la alegría no sólo de la literatura, sino de todas las ramas del saber.
Defender la lectura es defender al hombre en constante movimiento intelectual. Confíemos en los jóvenes, y en que sabrán, llegado el momento, que proteger la cultura es aprender a protegerse, pues de ella esperamos lo mismo que de la persona más amada: que nos conduzca hasta nosotros mismos.