La verdad es que se siente servidor un poco avergonzado. Supongo que nos ocurre a todos: que nuestros problemas enormes, acuciantes, inaplazables, nos impiden atender al sufrimiento ajeno y cosas tan monstruosas como la guerra que hemos coliderado contra Gadafi o el terremoto de Japón y sus amenazadores daños colaterales ocupan nuestra mente apenas lo que dura un telediario. Quizás es cierto que existen caracteres nacionales y pueda servidor culpar al suyo, al nuestro, de la escasa resolución -que le hace parecer definitivamente pusilánime o, cuando menos, egoísta- demostrada al no dejar a accidentes o disputas de extraños perturbar la concentración que sus asuntos requerían.
Pero a pesar de este defecto patrio no ha podido dejar de asombrarse servidor de la capacidad de reacción, el valor, la conciencia de privacidad en la tragedia y el reconocimiento de culpabilidad sobre los posibles efectos indeseables de su desgracia que los japoneses han exhibido estos días. Parecen haber aprendido hace muchísimo tiempo que la distancia entre el sufrimiento propio y el devenir del mundo es siempre insalvable.
No todos tenemos ese sentido de la perspectiva. A los españoles nos lo arrebató Franco, que lo sustituyó por la mala leche, representada por los atributos del toro de Osborne (al que ahora parece reivindicar algún grupo homosexual de esos que siempre están pensando en lo suyo, que se lo queden). Una mala leche de pueblo reconcentrado: un poco retrasado y con ganas de pelea. Y aunque con el tiempo hemos ido recuperando la visión de conjunto, parece que las ganas de pelea no acabemos de perderlas nunca.
Tanto nos da si un etarra sale de la cárcel demasiado pronto como si un dictador al que tolerábamos al acostarnos se vuelve intolerable al sonar el despertador. Una mañana suena el despertador y nos levantamos diciendo «esto ya no hay quien lo aguante» y se nos olvida la crisis, la economía ladrona, Fukoshima y hasta el cumpleaños de nuestra madre.
— A mí es que se me hierve la sangre…
No sé dónde oirá este gato esas expresiones. Servidor comprende que las vueltas, medidas y contra medidas con las que hemos ido tejiendo nuestro sistema legal pueden desembozarse en pequeños o grandes costurones como el de la ¿irracional?, ¿irresponsable? excarcelación de Troitiño, pero es capaz de tomárselo con calma, decir algo como:
— Bueno, ¿y qué hacemos?
— Tú haz lo que quieras, se desentiende Pangur. – Porque a mí se me pone un velo rojo y…
Porque dice servidor que alguna forma habrá de compensar los efectos de una ley tan absurda como la que ha permitido a Troitiño irse casi de rositas. Pero alguna normal, alguna que no requiera que se nos abran las carnes y nos ataque la necesidad de matarnos entre nosotros como si lo hubiésemos indultado con derecho a pensión vitalicia o algo así.
A lo mejor servidor es un poco Belga, pero su sentido patrio y sus ganas de pelea tampoco le alcanzan frente al cinismo (de orden superior) de los estados ante la situación en Libia. Recuerden que Francia dio el pistoletazo de salida declarando que reconocía a los rebeldes y que con ellos negociaría de ahora en adelante. Era una decisión de Estado. Y recuerden que nosotros estuvimos mucho tiempo mirando hacia otro lado, diciendo vaguedades sobre nuestros propios asuntos, hasta que finalmente… cuando oímos la palabra guerra… allá vamos a hacer el paseillo.
Que Gadafi es un tarado de solemnidad, un asesino con una ingente cuenta corriente y una crueldad notoria no es cosa que ignoren los pocos lectores de un servidor, pero sorprende que las grandes potencias se hayan dado cuenta de pronto. Salvo que ahora nos mueva algo más que la defensa de nuestros intereses económicos y estemos metidos en una guerra para apropiarnos no ya del gas o del petroleo, que sí, sino del acontecimiento mismo, de la propia revolución popular.
Que algo estaba cambiando en los países árabes y tocaría cambiar de amigos era evidente. Pero entre eso e intentar robarle una victoria a un pueblo, su victoria, el matiz es significativo. Ya sé que por un lado nos garantizamos una buena posición de futuro, y que por otro dejamos claro, una vez más, quién manda y, también y sobre todo, quién va tener que pagarnos el favor cumpliendo contratos que no ha negociado o renovando acuerdos a la baja, pero no sabe servidor si de verdad hemos actuado para ahorrarle sufrimiento a los civiles. Cualquier sufrimiento es siempre contingente si no es el propio, sea libio o sirio (por poner un ejemplo), pero es extraño hasta lo inquietante que algo como un motivo resulte serlo también.
Pero he aquí que el argumento siempre funciona y ya estamos otra vez los españoles divididos; aunque ahora en dos fracciones de lo más extrañas, por categoralmente incoherentes: los que tienen buenos sentimientos y los que no acabamos de defender esta guerra. La situación es tan surrealista que servidor se inclina a pensar que, en efecto, se trataba de impedir que el pueblo árabe, en algunos países al menos, se zafase solo de sus problemas y se gobernase solo, en consecuencia.
— No vaya a ser que empiecen pidiendo democracia y acaben dando lecciones. Cosas más raras se han visto.
— Pero ¿tú no estabas obcecado?
— ¿Cuándo?
Habla un servidor por hablar, y aunque no se desdiga podría hacerlo muy pronto, porque lo cierto es que tampoco él sabe bien a qué carta quedarse en este asunto de la intervención en Libia, y a toro pasado es posible que opine que funcionó. Si hubiese sido más joven estaría pensando seriamente en presentarse allí a arrimar el hombro.
Un paréntesis: ¿alguien tiene una explicación al sospechoso silencio del radicalismo islamita?
Lo que cree un servidor es que necesitamos establecer protocolos más precisos para este tipo de intervenciones. Saber con claridad quiénes componen la oposición a apoyar es un requisito evidente y, sobre todo, y tras el visto bueno preceptivo, que será el que especifique por qué Libia sí y Siria no (por ejemplo), establecer con la luz y los taquígrafos que correspondan el alcance de nuestro interés en la gestión de una victoria lo menos inquietante posible.
De momento lo que iba a durar cuatro días ya dura ocho (no va a ser el paseo que se nos promete) mientras Japón trabaja sin tregua, con sorprendente aplomo, en sus propios asuntos. Se han propuesto salvarse a sí mismos y nosotros confiamos en que van a ser capaces de hacerlo porque son un pueblo viejo, razonable y con sentido del honor. Y aunque la central de Fukoshima ha hecho de su sufrimiento algo colectivo, algo que apunta a toda la civilización (lo que les está poniendo algo nerviosos, como debe de ser) no permitirán que sea el preludio de ese fin del mundo que anunciaban los mayas para el año que viene y del que algunos ya están culpando a Zapatero.