Estaba sentado entre sol y sombra, bebiendo a sorbitos un te con hielo y sumido en uno de esos pensamientos largos, boscosos y agradables que somos incapaces de retomar, e incluso de recordar, una vez interumpidos, cuando apareció Raquel pidiendo que le recomendase otro libro. En lo que va de verano ya ha leído Las ciudades del mundo, de Elio Vittorini, La muerte de Virgilio de Herman Broch y El mal oscuro de Giuseppe Berto, y las tres le han encantado.
Recomendarle a Raquel una novela es tarea ardua porque ha leído mucho y no es fácil sorprenderla y porque tiene criterio. Pero afortunadamente, y durante años, han sido los periódicos quienes han orientado sus intereses y, aunque sigue a los críticos adecuados (en especial a Guelbenzu, que es siempre una garantía) el medio tiende a olvidar lagunas del tamaño del mercado a la hora de cuidar a sus lectores más cultos, lo que me deja un margen de tierra semi ignota sí, pero cada vez más estrecha que me compromete y mucho ya que, como ustedes han sospechado siempre, Raquel me quiere por mi información y eso incluye (además de algunas fórmulas magistrales para la preparación de cócteles y cierta facilidad para reconocer películas a partir de un solo fotograma) abastecerla de buena literatura permanentemente. La tengo engañada y aún cree que mi biblioteca mental de libros sorprendentes no se agotará jamás. Se equivoca: me las he visto y me las he deseado para no gastar todavía mi arma secreta (La piedra Imán, de Jaime Sáenz).
– Lee esto, le digo ofreciéndole Gran Sertón Veredas, de Guimaraes Rosa.
– Leído.
– ¿Y La piel del lobo, de Hans Liebert?
– Leído.
– ¿Jacob Von Gunten, de Walser, Siempre somos demasiado buenos con las mujeres, de Queneau, Réquiem, de Durych?
– Leído, leído y leído.
– ¿Y Los hombres que odiaban a las mujeres, de Stieg Larsson?, sugiere el gato.
– Mira, Pangur, nosotros respetamos tus gustos, y más considerando que hace cinco mil años que dejaste de ser un lince, pero los nuestros van por otros derroteros.
– ¿Por otros qué?
Iba a responderle, pero se ha entretenido persiguiendo a una polilla hasta el borde de la piscina y allí se ha quedado con cara de no acordarse de a qué había ido y se ha acostado mirando el agua.
– Bueno. ¿Qué me recomiendas?
– La habitación enorme, de Cummings.
– Mmm…
Eso me hará ganar tiempo y prestigio pero también me da envidia. He estado leyendo ensayo (literatura científica, sobre todo) y con aprovechamiento, pero descubro que hay un montón (pequeño) de libros que me gustaría releer. No me lo pienso dos veces y (hace algún tiempo que lo rondaba) me decido por En busca del tiempo perdido, de Proust. No sé si es una lectura precisamente veraniega, pero ha sido abrir el primer tomo, comenzar a leer, y caer de nuevo (treinta años después, se dice pronto) víctima de esa interminable y frondosa frase para siempre incompleta, para siempre rememorada, nunca del todo dueña de su significado.