A las 12,15 horas del pasado 18 de enero, día de San Macario, don Raimundo De Peñafort y San Carlos de Sezze, fue informado, mientras terminaba de tomarse su habitual tentempié de media mañana en la cafetería Komadós, próxima a la entidad bancaria que dirigía, de que doña Ángela B., de 74 años, había dejado a su gato con una vecina, había salido de su casa en el pueblo («la casa del banco, dirá usted», matizó don Raimundo), había tomado el autobús de línea, se había plantado en la ciudad y, sin encomendarse a dios ni al diablo, se había encadenado a la barandilla de la escalera de acceso de UNICASH S.L. Ni dos minutos le llevó a don Raimundo abandonar la cafetería en dirección Sur, cruzar la calle, girar 45 grados al Este y (fingiendo no ver al dueño de la camisería de la que era cliente) desfilar, precedido por el conserje que, mostrando la palma de su mano derecha a un lado y otro mientras con la izquierda invitaba a don Raimundo a seguirle, detenía el lento tráfico matinal de la avenida, en dirección al estilizado abanico verde que servía de logotipo a su empresa. «Con lo bueno que estaba el día», pensó.
Allí, en efecto, la señora B. se negaba, pese a los requerimientos de los empleados, angustiados ante la posibilidad de llegar tarde a comer o, aún peor, de verse envueltos en una protesta popular con periodistas incluidos, a abandonar el lugar hasta que fuesen atendidas ciertas reclamaciones sobre el reciente embargo de su piso que don Raimundo, en absoluto, «en absoluto», decía, estaba en condiciones de atender.
— Circulen, por favor, circulen, repetía el conserje a los viandantes que curioseaban a través del escaparate y a los clientes que se detenían en la escalera.
— Quédense ustedes dos con ella, dijo don Raimundo al conserje y a una de las secretarias que no dejaba de ofrecerle pañuelitos de papel a doña Ángela, pañuelitos que doña Ángela invariablemente agradecía e invariablemente hacía desaparecer el el interior de su capazo de enea: liso, con las asas y el interior forrados de tela blanca, de lino. – Los demás a trabajar, vamos. Ya me ocupo yo de esto. Y usted, añadió casi arrastrando por la solapa a un joven de aspecto aniñado. – Póngame con la policía.
Más de tres meses después, mientras disfrutaba de su habitual tentempié en la cafetería Komadós, don Raimundo ajeno a la titiritaina del abarrotado local, leía satisfecho la noticia de la multa impuesta por el juez a doña Ángela B. 20 euros más las costas por una «falta» de coacciones. «Bien». Irresponsabilidades como las de doña Ángeles (que había avalado atolondradamente, a su hijo, un negocio que por lo visto no había funcionado como se esperaba) agravaban el problema contable de la entidad además de abonar la falta de credibilidad de España ante los mercados y eran, a juicio de don Raimundo, las verdaderas responsables de la política de recortes que el gobierno se veía a su pesar obligado a imponer. «Por eso es necesario», le había dicho hacía unos pocos días el Supervisor general, «que, a partir de ahora, se impulse y aplique la anunciada revisión del código penal que permitirá que actitudes tan chulescas y egoístas como la de… esa señora B. puedan ser juzgadas como delitos de alteración del orden público y atentado contra la autoridad».
En la información echaba de menos alguna declaración de su Supervisor general. Algo así como «UNICASH S.L. desea felicitar al señor director (que modestamente ha preferido mantener el anonimato) de la sucursal asaltada, pues, no dejándose engañar por las apariencias y advirtiendo de inmediato la voluntad coercitiva hasta la intimidación de la desaprensiva anciana, actuó como un español responsable; la empresa estudia en estos momentos su inmediata promoción.» Y quizás (al menos él lo haría si fuese Supervisor general, unas líneas agradeciendo al ministro del Interior, señor don Jorge Fernández Díaz, su insobornable tesón en la lucha contra el déficit de delitos que las estadísticas venían reflejando por culpa de la mala gestión socialista y también su constante vigilancia de ferreterías y redes sociales, verdaderos hervideros de malhechores avezados en la perversión de personas hasta hace nada decentes enseñándoles a encadenarse pacíficamente por pura maldad.
El periódico mencionaba también que un nuevo peligro se cernía sobre la vieja piel de toro; un peligro que, como es habitual, venía del extranjero en forma de vientos de arrepentimiento que podrían acabar dando al traste con el esforzado giro a estribor que tan acertadísimamente se imprimía al curso de la aún maltrecha nave del Estado. No deseaba don Raimundo prestarles excesivo crédito, pero era cierto que ya se escuchan aquí y allá las disonantes palinodias de quienes, faltos de hombría y de carácter, cuestionaban desde dentro la utilidad de tal medida, la legalidad de tal otra e incluso la cordura de varias; voces que podrían llegar, «¡Dios nos asista!», a poner en duda la necesidad de sacrificar al populacho en el providencial altar del ajuste contable justo ahora que empezaba a hacerse a la idea.
Don Raimundo se imaginaba ya de ministro: «Ha llegado el momento», le diría a su gabinete, «de dejarse de cacorradas». Se veía desmantelando heroicamente el estado del bienestar, privatizando España, prohibiendo las protestas de cualquier tipo, reinstaurando la pena de muerte, cerrando ferreterías, colegios, ambulatorios y fronteras, nacionalizando Internet… El carraspeo del conserje le sacó de su ensimismamiento.
— Perdone don Raimundo, pero ha llegado esto, y como parecía urgente…
Don Raimundo le hizo un gesto para que se retirara, pero el conserje siguió a su lado, firme. El sobre venía de la Oficina central de UNICASH, en Madrid, y, efectivamente, estaba sellado como «URGENTE». Volvió a indicar al conserje que se fuera, pero éste se limitó a dar un paso atrás. Don Raimundo abrió el sobre y comenzó a leer. Leyó: «situación económica», «sincero agradecimiento», «efecto inmediato». Su rostro se encogió de forma imperceptible, como si todas sus arrugas recordasen de pronto el camino hacia el pecho.
— ¡Que se retire, coño!
El conserje desapareció de inmediato y don Raimundo se sintió impregnado de una fina y fría membrana de silencio. El trisagio, los nueve primeros viernes, los siete dolores de nuestra señora, los cinco primeros sábados de Fátima, las catorce estaciones del vía crucis atravesaron su garganta en dirección al estómago. Aprovechando la nueva disposición de sus facciones, una lágrima sarmenticia se deslizó por su mejilla derecha, tembló un instante colgando de la mandíbula y cayó al plato sobre las esponjosas migas de pan de Viena que la absorbieron inmediatamente.