Bodegas de Santa Elena

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Nos dimos una vuelta, Raquel y un servidor, por las fiestas de Magaz De Abajo, que son las de Santa Elena, y en el bar nos encontramos con Marga y con Jesús, de Cacabelos, con los que acabamos en casa tomando unos Gin-tonics, picando algo y charlando, primero de los achaques de la propia casa, del trabajo que dan, y de todo un poco después, pero sobre todo de ese ambiente de impotencia que se va adueñando de la población como si, de repente, hubiésemos sido hipnotizados por don Antonio María Rouco Varela y nos dispusiéramos a sacrificarnos cristianamente por la Banca, la Patria y el Rey.

— Yo no tengo inconveniente. Pero si a cambio me nombran mártir de la Santa Madre Iglesia…
— Tú piensas mucho, me parece a mí, responde Jesús. – ¿Este es el gato ese con el que hablas?

Pangur, que está mullendo desde hace rato su cojín favorito, frente a la chimenea, no se da por aludido (Yogur, aprovechando que el perro Fiel está atado, anda por ahí fuera disfrutando la tregua que la lluvia ha concedido a los festejantes). Servidor intenta justificarse, explicando que, tras varios intentos (infructuosos) de serle útil a la comunidad en el papel de Falstaff, ha optado por quedarse el de Pepito Grillo, cuando Raquel aparece haciendo malabarismos con cuatro cuencos de fresas con nata que, previamente, habíamos rehusado todos muy cortésmente y que nos aplicamos a devorar enseguida con toda naturalidad. Y con toda naturalidad, tras verificar lo bien que ha hecho ignorándonos, sentencia:

— Un poco loco, sí que estás.

Tienen a la niña con una amiga y es tarde ya para ellos. Como han dejado el coche aparcado en el pueblo, los acercamos en el nuestro y, una vez allí, decidimos, ya solos los dos, aprovechar y dar una vuelta por las improvisadas bodegas populares, todas ellas escasamente iluminadas, llenas hasta los topes de jóvenes agitados por una alegría perdidiza y turbia, o encontradiza y turbia, o extraviada hace tiempo en la turbia atmósfera que la música, muy por encima de ese volumen en el que los graves (monótonos, imperativos) ocultan cualquier posibilidad de melodía y que, según los científicos, hace beber más deprisa, que el Calimocho sepa a Zacapa Centenario y que todo el mundo parezca guapo, contribuye a solidificar. Caminar por la calle principal es difícil, tomada como está por los grupos que se trasladan de un local a otro formando hileras breves y discontinuas, o que charlan formando corros de imprecisa circunferencia.

En la primera bodega, Constancio Cloro se acerca a saludarnos y nos presenta a Gus, un motero de ojos sombreados y manos profusamente anilladas de calaveras, uniformado de cuero y de flecos de cuero y de brillantes remaches de más calaveras, que trae su propio cuerno de búfalo para beber cerveza y que se queja porque todo el mundo le juzga por su envoltorio. En la segunda bodega, consistente tan sólo en una frágil carpa al aire libre y un mostrador de chapa de aluminio que impide el acceso a la vivienda desde la que se nos sirve, David, el pirata, se empeña en que coreemos con él eso de «¡marineros!, rumbo a Tortuga». Alarga gradualmente las vocales hasta una redonda «a» final que deja reposar con cierto suspense, e imprime así a la frase una cadencia que a servidor le cuesta varios intentos imitar satisfactoriamente. Estariámos aún despidiéndonos de él entre efusivos abrazos y juramentos de amistad eterna en medio de la calle, si un enjambre de mujeres cogidas del brazo, que se movía en zig-zag como un único organismo cantarín, ariélico y taquívago, no lo hubiera absorbido para siempre. En la tercera bodega aparece Charo, de la nada, y casi nos resulta difícil mantener una conversación coherente, a gritos. Nos alegra verla y saber que trabaja mucho y le van bien las cosas, pero servidor no puede evitar distraerse con el parlamento de un hombre que, junto a él, en la barra, abrazado a un gigantesco elefante blanco de peluche, le cuenta a otro aparentemente muy interesado, que inundando España por debajo de la cota trescientos, se conseguiría una cantidad extraordinaria de playa, «suficiente para reflotar el negocio inmobiliario durante lustros» (sic). Cuando servidor busca de nuevo a Charo, Raquel y ella han desaparecido. Sorteando a varias bellezas estáticas y a un tipo grande y musculado empeñado, a cuatro patas, en que acariciase su cresta, servidor consigue salir y encontrarse con Raquel.

— Charo se ha ido a buscar a sus amigas. ¿Una ronda más y nos vamos?

No hay luna, ni estrellas. Algunas parejas se besan en las esquinas, y no es difícil adivinar algunas más entre los bajos y a esta hora lóbregos cerezos que crecen junto a la Iglesia. En la cuarta bodega, a cuya barra conseguimos llegar gracias a que un servidor no es de los que se amilanan, pero en la que estamos tan fuera de lugar como en las otras tres, una mujer bajita vestida de Betty Boop y que responde al nombre de Maxi (si servidor no recuerda mal) se dirige a Raquel e inicia con ella una conversación genealógica digna de Boccaccio. Alguien está tirando de la ropa de un servidor con una violencia seguramente involuntaria, pero fastidiosa.

— ¿A que me parezco a Miguel Hernández?, ¿eh?, ¿a que sí?, ¿eh?, ¿a que sí?
— Haga usted el favor de no volver a ponerme la mano encima. ¡Córcholis! Eso en primer lugar, jovencito. Y en segundo lugar, no. Usted se parece a Cristiano Ronaldo, como todo el mundo aquí.

Se ha retirado al fondo de la barra y parece expresarle a sus amigos algún disgusto por el que ellos se esfuerzan en consolarlo. Gesticulan, saltan, beben y se acicalan sus crestas como pequeñas antorchas resplandecientes.

— ¿Nos vamos?
— Por favor, por favor.

En el portón de casa nos está esperando Yogur, para desesperación del perro Fiel, que lloriquea más que ladrar porque no llega hasta allí con la cadena. Raquel alza en brazos al gatito y entra con él mientras servidor libera a la bestia, que celebra verle llenándole, como es habitual, de patazas y de babas y tirándose a sus pies a cada paso, panza arriba, una y otra vez hasta la misma puerta; hasta conseguir su ración de caricias.

Ponemos la televisión y nos terminamos las fresas entre grandes bostezos. Un gafoso de aspecto relamido (aunque sin afeitar) y voz atiplada en exceso informa que la canción que suena tras las imágenes de una mujer que parece haberse escapado volando de un lienzo de Romero de Torres es la que representará a España en Eurovisión y no, como había creído un servidor, la sintonía de algún culebrón venezolano. Los gatos duermen abrazados frente a la chimenea apagada.

— Raquel.
— Dime.
— ¿De verdad crees que estoy un poco loco?
— No… Bueno, lo normal.

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