La señal (micro best seller)

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El perro del vecino lleva ladrando desde el pasado día veinte a las ocho de la tarde. Ha sido callarse los candidatos y empezar él. No es un ladrido amenazador, y tampoco su constancia parece la propia de un perro vicioso o maleducado. Se diría más bien que necesita hacerlo, que ladrando realiza una tarea de cuyo cumplimiento dependen acontecimientos que a un tiempo lo superan y legitiman. Ladra como una especie de faro.

— Guau, guau…

También hay gente cuya actividad en este mundo resulta del todo inseparable de su existencia desnuda, hasta su aspecto parece biológicamente pensado para defender un oficio y no otro, para alcanzar un destino entre los posibles. Servidor no puede imaginarse a su vecino haciendo nada distinto de ser una pequeña molestia, entre otras cosas porque ha consagrado a ello la vida sin reparar en sacrificios, pero no le extrañaría nada encontrarse, por ejemplo, a Rita Barberá cantando If This Ain’t The Holy Ghost a voz en cuello frente a un coro de pías abuelas afroamericanas, o a Rubalcaba dando un ligero traspiés en la arena tras desembarcar en La Española engalanado de dominico.

— Guau…

Servidor se imagina a Cristóbal Montoro de pimenteira de Herbon o a Pepiño Blanco de mancebo de lencería y le parece que muy bien podrían bordar su nueva existencia, como bordarían la de agente inmobiliario en Portland (Oregón) Soraya Saenz de Santamaría, la de ewok de La guerra de las galaxias (episodio VI) Angela Merkel o la de ungido apolinarista el desfalcado Zapatero. Servidor se los imagina trajinando en estos menesteres mientras él se sienta a mirar cómo el mundo se arregla solo.

— Guau, guau…

Sería bueno que quienes soportan ahora el mandato de influir en la realidad quisieran, por un momento, cambiar de piel e imaginarse en el ambulatorio de Cacabelos (León) o en el bar de Barcarrota (Badajoz) intentando entenderse a sí mismos, porque están haciendo un ridículo tan calladito y tan grande e inclumpliendo de forma tan grosera su razón de ser que servidor, como Odiseo al despertar de su sueño en la isla de Feacia, como tantos anónimos españoles en pos de su lejana suerte, se pregunta casi cada día de un tiempo a esta parte qué nuevas cuitas le deparará la fortuna:

— ¿Por ventura me encuentro en un sitio en el que hablan los hombres?

Es una pregunta retórica que servidor se hace cansado ya de no obtener respuesta alguna ni remotamente relacionada con el hecho evidente de que atravesamos un proceso contra-democrático galopante y que, si nadie lo impide, pronto, muy pronto vamos a ser reducidos al suboficio de siervos por un ente impreciso e imperioso, juez y parte al que todo se le consiente.

— Guau…

Tiene tanta relación con lo que pasa lo que hacen nuestros representantes democráticos como disfrazarse de empanadilla de bonito con ir de entierro, y servidor no sólo teme que tanto mutismo acabe por ser contagioso (que seguramente lo sea) sino que ya sospecha que el único motivo por el que Ron (que así se llama el animalito) no deja de ladrar es evitarnos el sufrimiento de la calma chicha, del silencio absoluto, unidimensional que, según informan numerosas fuentes, precede al cataclismo. Pero el gato Pangur no opina igual.

— Guau, guau…

Sí, ha sido Pangur quien, avezado en asuntos mistéricos y sibilinos gracias a sus lecturas de grandes éxitos editoriales, sugiere a un servidor que tal vez los ladridos de Ron sean, en realidad, una señal o rebato que activa en espera de órdenes superiores a los pobres ciudadanos a los que, tras anular su voluntad y desmemoriarlos mediante quién sabe qué malas artes, se habría obligado a suplantar a nuestros políticos de siempre (en realidad encerrados a cal y canto en el profundo sótano de cierta librería del barrio del Raval, en Barcelona).

— Guau…

Todo encaja, así que asumiendo que perros que ladran haylos en casa de todos los vecinos del planeta, dando por hecho que el comportamiento de nuestras figuras públicas no es natural, comprendiendo que se lo debe a sus lectores y reconociendo a regañadientes, aunque no sin cierto orgullo, la lógica impecable del razonamiento de su avispado gato, servidor, armándose de gran paciencia, papel, bolígrafo, paraguas y un alfabeto morse encontrado en Google, ha transcrito la siguiente secuencia de letras:

UCWCIXUCF JCXAVO BPEKDAWZHXZ BM JHAYOWZF CFHMY HEOLKCBIZHEJDA
IMK DXYDPZR Y WUJYWFHE OKP YVYZJY BXXSFXQYID JH HUJTUFI TLNNOOUR

Ante la evidencia de que se trata de un mensaje cifrado, servidor ha procedido a su filtrado en la vieja máquina Enigma (regalo de su tita Espe que guarda como oro en paño) colocando sus tres rotores maestros en las posiciones R, O y N respectivamente (brillante, ¿verdad?), y, para su sorpresa y alborozo, ha obtenido lo que sigue:

Te vas porque
yo quiero que te vayas.
A la hora que yo quiera
te detengo.
Yo sé que
mi cariño te hace falta
porque, quieras o no,
yo soy tu dueño

Las verdaderas causas del orquestado trucho llamado crisis se van esclareciendo. Servidor, a falta de concretar la hora y otros pequeños detalles a los que el comunicado hace referencia, cree que el golpe está al caer y que la autoría intelectual del mismo se reparte a partes iguales entre Goldman Sachs, el culiacanense César Millán y el finado vocalista José Alfredo Jiménez, pero, para curarse en salud antes de levantar la liebre, ha consultado con sus abogados (Ampersand & Ampersand) las posibles repercusiones que, para sí y los suyos, podría tener una revelación semejante cuando los zombis reaccionen a la señal, y con sus editores (Ampersand & Ampersand) la pertinencia de una posible novelización de los acontecimientos. Está esperando las respuestas mientras se deshace en elogios hacia su muy ingenioso gato.

— ¿Y a Rajoy, de qué te lo imaginas?, pregunta Pangur, cambiando modestamente de tema, pero exhalando con suficiencia un par de ostentosos y blanquísimos anillos de humo de su aromático puro Cohiba Behike.
— Pues de director de banda de música procesional, naturalmente, consigue responder un servidor a pesar de que Raquel, que acaba de llegar de plantar magnetosetas y lanzaguisantes por todo el perímetro, le besa apasionadamente sin recato alguno.

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