Servidor lee en la prensa que el planeta conocido más parecido a la Tierra es inhabitable, lo que tal día como hoy debe de significar que su parecido con la Tierra es aún mayor de lo que los astrónomos suponían. Eso si es que aún son los astrónomos, y no los militares o las compañías mineras quienes escrutan el cosmos. Servidor se preguntaría cómo hemos llegado hasta aquí, pero siendo esa la pregunta más repetida y peor contestada desde que el mundo es mundo, prefiere simplemente extrañarse de que un país miembro de la Unión Europea como Grecia no pueda superar el objetivo de déficit, o renegociar su deuda sin arriesgarse a serias represalias y, sin embargo, el mismo país que consideró un error la invasión de Irak tras el 11S y que hace un año afirmó que la seguridad de Israel no justificaba la «matanza» de civiles, pueda declarar una guerra sin que nadie lo cuestione.
Cuando François Hollande dijo que el Pacto de seguridad está por encima del Pacto de estabilidad, servidor comprendió que la guerra había comenzado oficialmente, y que el coste añadido que dicha «oficilidad» implicaba lo pagaría también el pueblo.
La economía, como ya sabemos, son cuatro, y la guerra moderna ha resultado ser la prolongación de la economía por otros medios. Lejos quedaron aquellos tiempos en que era consecuencia del fracaso político; aunque, en realidad, no importa, porque eso no la hacía ni mejor ni peor. Lo desolador (y es una desolación cayendo sobre otra, sobre la que nos causa ver morir a inocentes una vez y otra vez por un motivo último que nadie nos cuenta) es que usted podría ser un experto en geoestrategia o en macroeconomía, o un reputado filósofo y escribir un completo y complejo informe o un bello libro desmenuzando lo inapropiado, lo injusto, lo criminal, lo suicida… y le daría lo mismo que escribir este torpe artículo porque ya está decidido quién tiene razón, y no somos los que queremos acabar con el terrorismo, sino los que quieren la guerra.
Habría que saber cuál era la que llevó a Hasna Aitboulahcen a desear ir a Siria. Es difícil entender a una mujer que pone literalmente su vida en manos de una regla religiosa que la condena a la ignorancia y al sometimiento, que pretende luchar en defensa de su derecho a carecer de autonomía moral. Debía, seguramente, de tener otra razón, una más tenebrosa o desesperada, una más, aún más irracional y simple y reactiva. Da igual; la nuestra, la «oficial» no se deduce de la divagación de un poeta de tres al cuarto, ni de la discusión sobre una francesa desnaturalizada hasta la intolerancia por mercenarios; nuestra razón es la nuestra, se deduce de sí misma y eso le basta para no considerarse tan detestable como la de los otros. Los cientos, probablemente miles, de víctimas inocentes que provocarán los bombardeos de que se acompaña no valen, dice, lo que cuesta pensarlo todo de nuevo, pensarlo bien, redefinir la política.
Amos Oz cita, en su libro «Contra el fanatismo», unos versos del poeta israelí Yehuda Amijai sobre los que nos convendría reflexionar estos días:
Donde tenemos razón
no pueden crecer flores.
Hasta donde a servidor se le alcanza, alguien se ha creído legítimo propietario del resto del mundo, y desde ese convencimiento nos ha hecho pervertir esperanzas, manipular gobiernos y destruir pueblos, darle la razón a la sinrazón. Así hemos creado nuestra anti-patria, a nuestro enemigo: gestionando mal demasiadas victorias innecesarias. No somos los culpables si nos identificamos con las victimas, pero no somos inocentes si comulgamos con los intereses comerciales de empresas que ni nos pertenecen, ni nos preguntan, ni nos defienden y para las que el beneficio económico está por encima de cualquier código penal, ético o bélico. Nuestro es el dolor, de ellos la culpa.
Pablo Iglesias ha dicho que hará un referéndum antes de «meter a España en una guerra». Y es de agradecer, pero tampoco eso importará demasiado; porque votaremos la guerra si la quiere la economía. Quizás ustedes, como servidor, no la deseen, pero nosotros, el techo electoral de la izquierda implícita y explícita, nosotros que deseamos e intentamos vivir en esa zona donde aún puedan crecer flores, tendemos a olvidarnos de que fuera de nuestra burbuja de insatisfacción el mundo está lleno de hombres y de mujeres satisfechos y convencidos de que hay que echarlos a todos. Lo declaraban antes del día 13 y ahora lo afirman más alto, con más «razón».
Otro poeta, Gastón Baquero, le hacía ver a un servidor, hace ya muchos años, lo quebradizo de todo pacifismo generalizado frente a lo fácil que puede llegar a ser, mediante la acción combinada de los medios de comunicación y los de inteligencia, inclinar la opinión ciudadana al odio y a la guerra: cualquier odio, cualquier guerra. Es difícil resistirse a lo que mande la economía, a la comodidad de mostrarse en sintonía con el clamor popular cuando pedir la paz resulta ser el alegato a desmenuzar frente a una huida hacia adelante que es ya sentencia autoevidente. Quienes finalmente cedan alineándose, reaccionando contra planteamientos integradores, ecuménicos, no serán traidores al género humano, ni tarados belicistas, ni devenidos fascistas; simplemente no aguantarán la presión constante de un sencillo mensaje brutal: o estás con nosotros (ese nosotros impositivo, empresarial, farisaico), o contra la civilización. En ese ambiente podría incluso suceder que acaben en el cielo los que decidan hacer este planeta aún menos habitable siendo héroes, nunca se sabe. Esta sociedad (como otras, claro) se escuda fácilmente en la razón de las consignas cuando se siente amenazada, y entonces ensalza a quién más fuerte las grita y condena a cualquiera que discrepe con ellas a una posición en la que no está, en absoluto está, pero como si estuviera. Dentro de unos meses y si no lo remediamos, a los que nos quedemos solos defendiendo que hay que cambiar la condición humana, enfrentar de otro modo el terror que se nos advierte, ya podrán encarcelarnos esgrimiendo alguna ley justificada por la situación, es decir: «con razón».