La noche vacía

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Es verdad que es común encontrar, en la generación de un servidor, gente que ha admitido la soledad intelectual, la desconfianza y hasta la culpa como animales de compañía. Una forma de autoconocimiento que le parecerá cinismo a quienes no nos importan, arrogancia a los tontos, senilidad a los jóvenes y cobardía a los provocadores, pero que no es, en ningún caso, expresión de ese refrán que asegura que el perro viejo no aprende nuevas gracias, sino demostración de que no acata órdenes ociosas.

Tiene servidor una amiga que un día descubrió la verdad, por otra parte simple, para llorar, de que todo lo que sale por la televisión es mentira; así que la desenchufó y la mandó al trastero. Alguien podría argüir que por esa vía no se obtiene el conocimiento práctico necesario para influir en la inteligencia social, pero a su amiga acaban de nombrarla académica de la lengua y sus libros de poesía se venden lo bastante bien como para que su relación con “la sociedad” funcione mejor que la de más de un aspirante a comunicador de moda.

Cuando uno acepta que el presente siempre desilusiona, se aplica a trabajar para el futuro. Por explicarlo en términos asequibles: el presente es politiqueo.

Otro amigo, de muy distinta catadura aunque igualmente bien educado, le decía una vez a servidor que en la cultura todos somos conservadores, en tanto que todos deseamos conservar y transmitir un corpus que, con independencia de los vaivenes de su interpretación, su revisión o, incluso, su revulsión, defiende a las ideas de las ideologías. Se declaraba tradicionalista, el amigo de un servidor, en la medida en que defendía todas las tradiciones (de haber defendido sólo una habría sido nacionalista).

La literatura es el arte de resistirse a la historia, es decir, una crítica de la verdad. También la política es un arte, pero es el arte de gestionar lo público entre adversarios, y el politiqueo es a la política lo que los suplementos literarios de ciertos periódicos a la literatura: un enemigo interior. ¿Y cuántos enemigos interiores, además de sí mismo, puede uno permitirse?

Servidor ha comprobado que es capaz de sobrevivir sin el politiqueo y sin los suplementos literarios de ciertos periódicos, es decir: en la literatura y en la política defendiendo valores sin obcecarse en siglas, cánones o sondeos.

Naturalmente servidor no se arrepiente. Hay circunstancias que exigen bajar el televisor del trastero y enchufarlo a la mínima corriente de esperanza. Hay una casa común entre la política y la cultura: y su singularidad no radica en su posición sino en su género universal.

En fin, faltan una horas para saber si las expectativas apagan los fuegos artificiales o encienden los fuegos artificiales; pero servidor contemplará la noche vacía a sabiendas de que no verá en la solución el final de ningún camino. Servidor no verá un triunfo, verá un resultado al que se ha llegado tolerando la miseria pequeña, satelital, y la grande, divina, y se reservará el derecho a seguir pensando. Por supuesto se alegrará o se lamentará, pero sabrá que no es la victoria la que cambia las cosas, la victoria no hace a un país, la resistencia sí.

Nunca ha querido servidor identificarse con una opción política hasta el punto de sentirse obligado a la justificación del trabajo sucio. Sin embargo lo ha hecho hasta verle la sombra a ese límite en el que es necesario preservar no sólo la propia independencia (intelectual y estética) sino la salud mental. Será la última vez, y dará igual si lo es porque ya no hace falta (ojalá) o porque le han engañado de nuevo. Por un motivo o por otro, servidor regresará a sus ficciones. No son ninguna tontería sus ficciones, son su libertad, definitivamente. Prefiere hacerse a un lado ahora que, todavía, cree más en el futuro común e improbable que en el presente mediocre e indiscutible.

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