El odio que habitualmente siente servidor por la humanidad ha remitido un poco tras su contemplación de ese sorprendente regalo que es la última obra de Sorrentino, llamada La grande bellezza. No es la mejor película del año sino de la década, quizás de lo que va de siglo. Podría parecer anacrónico que sea el espíritu de De Sica el que vaya a ayudar al cine a enfrentarse al siglo XXI, pero bien pensado es tan natural, por necesario, como lo será el regreso, reinterpretada, reformulada, de la locura en alguna proposición literaria lo bastante áspera como para contentar a todos, lo bastante bella para incomodar a todos, y lo bastante impositiva para advertir a todos de que la realidad, una vez más, ha estado siendo más veloz que la inteligencia. Sin la ambición de lo inesperado somos más débiles.
Dos cosas han impresionado a un servidor de la apuesta de Sorrentino: que es capaz de hacernos sentir el abismo de la representación caricaturizando una intrascendencia que murió hace años, pero que aún es la que nos gobierna (y ese toque demodé subraya lo diabólico del plan, su existencia) y que, así, consigue dirigir su crítica contra la misma sociedad que le colmará de premios. A falta de definiciones menos discutibles: eso es ser un maestro. Se ha citado a Fellini (bien traído, un poco a la ligera), pero la poesía de Sorrentino es más difícil de digerir. Sorrentino se siente más seguro sin vacas tras la niebla, y hace bien, porque su mundo es otro (en su mundo la aparición de la girafa es sólo un requerimiento del truco que da sentido a un argumento confundido con el espectáculo) y porque él no tiene a Tonino Guerra en la habitación de al lado sino toda la soledad que se desprende de eso.
La película es brutalmente hermosa, rítmicamente impecable y conscientemente intelectual. A esto último ayuda la interpretación de Toni Servillo en el papel de Jep Gambardella. ¿Y quién es Jep Gambardella? Es el punto de vista cínico y tierno, implacable por indolente y afectuoso por lo mismo, de un fracasado superior al resto, pues ha jugado todos sus triunfos entre el reconocimiento de la crítica como arma y del rencor como su combustible hasta el último pulso contra el gran inquisidor, su homólogo, su antagonista si el combate no resultase demasiado circense. Gambardella es la única voz a la que la tribu puede ya confiar su crónica. Otra verdad: los griegos crearon la belleza (haciendo el mundo más grande) tomándose muy en serio; cuando los italianos se vuelven realmente universales (hacen del mundo un lugar más pequeño) es cuando se ríen de sí mismos. Y he ahí a De Sica.
Que haya de repente una película incontestable -a servidor ésta le ha procurado una experiencia más verdadera que las geniales Amor, de Michael Haneke, El caballo de Turín, de Béla Tarr, … (elijan) de Terrence Malick, o The Act of Killing, de Joshua Oppenheimer y Christine Cynn, por mencionar lo mejor de lo último- significa que podemos poner en su sitio sin sentirnos demasiado marcianos coreografías tan vacuas como Gravity, de Alfonso Cuarón (cuyas imágenes no piensan) y dejar con el culo al aire a los integrados de fin de semana. La gran belleza es más cine porque no es posible sin una sonrisa de complicidad al otro lado; es mejor porque es menos radical, pero también porque sus imágenes (la música mediante) no dejan de invitarnos a participar en la comedia. ¡Y siempre llevan la iniciativa! ¿Es una comedia? Pues, definitivamente no, ya que es la representación de una representación. Sátira. Drama. ¿Musical? Lo que la vuelve amable es el hecho de que un narrador cruel nos presenta a su pueblo adquirido, que resulta ser muy parecido al nuestro, desde el ridículo esencial y engañoso de su vanidad. No es la ficción de un retrato, sino el retrato de una ficción. Jep Gambardella no es un intelectual (no sólo) haciendo frente a la vanidad o al autoengaño (ya murieron por él Oscar Wilde y aquel el viejo profesor de Historia del Arte de Amarcord) sino un intermediario sin miedo; es decir: narcisista a la fuerza y honesto por resentimiento.
Sorrentino nos advierte de que sólo hay dos máscaras cuyo sueldo es necesario pagar, dos miradas desde las que narrar la decadencia (lo que nos pasa). La del diablo burlón es una, la otra es la de La Santa, el objeto absoluto de la mala conciencia, la antítesis de la alegría pura de las novicias en las primeras escenas, el pozo seco y cristofascista en el que el capitalismo quiere enterrar nuestra solidaridad de especie. Cultura o redención. Vida y muerte. Espectáculo por espectáculo. Pero servidor ha sido sorprendido y podría estar poniendo en estos apuntes alguna cosa de más, así que prefiere no darle más vueltas; y además le molesta haberles endosado a ustedes un comentario distinto al prometido sobre poesía (aunque casi lo ha sido) al que le va encontrando forma. Si se ha parado a contarles esto es porque el acontecimiento le ha perturbado el sueño, lo merecía, y le han dado ganas de toparse con uno igual en otros géneros. También ha visto, por segunda vez, una increíble distopía rusa, Kin-dza-dza!, de corazón socialista y alma surrealista del 86 del pasado siglo, dirigida por Georgi Danelia, y ese ligero aperitivo con Shakespeare, en casa, de Joss Whedon, Much Ado About Nothing, de este año, una bagatela ejemplar (otra forma de evitar la dictadura de los dueños de la silla y la sábana) que resume muy bien el dilema del director: si no sabes cómo escapar de la industria, haz Shakespeare. Servidor, ya lo ven, no ha perdido el tiempo. Ustedes, no se pierdan La gran belleza. Podría ser que el arte estuviese ahí, con un gin-tonic en la mano, haciendo lo que mejor sabe hacer: describir…