La existencia histórica

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Como ya es el ducentésimo quincuagésimo aniversario del nacimiento del bueno de Mozar, servidor se ha puesto a celebrarlo escuchando una preciosa pieza para piano de Zemlinsky (Ein Lichtstrahl, concretamente, en la versión de Silke Avenhaus), y tomándose un orujo berciano, no por ilegal destilado en casa de poca confianza, que le va a curar una murria que le ha estado molestando en la espalda todo el día. Lo nota. Zemlisky (Alexander von) se puede poner de moda cualquier día, pero de momento es casi un desconocido para muchos y un desconocido a secas para la mayor parte de los que este año se van a comprar «una cosa de Mozart». Bebe su orujo y se acuerda, servidor, de lo que ha leído en el periódico sobre ese cura italiano que ha denunciado a un feligrés por afirmar (por escrito) la inexistencia histórica de Jesucristo. «Inexistencia histórica», preciosa expresión, ¿no creen? Pasar a la historia por no existir es el acto más poético que servidor pudiera imaginarse jamás.

Paradójicamente resulta que, si bien el mundo está atravesado por la influencia incontestable de personalidades cuya inexistencia histórica raya lo escandaloso, los anaqueles de los libreros continúan repletos de biografías de gente cuya existencia histórica, sobradamente documentada, no aportó más que ruido a la fortuna humana.

Hay vidas reales que, junto a las inventadas, parecen uno de esos «regalos gratis» que te dan ahora si cambias de móvil. Y a menudo la lectura de las andanzas de seres certificadamente históricos no hace sino empecer nuestra tendencia ancestral al adormecimiento social. Mientras que la lectura de ficciones es casi siempre probada fuente de inspiración y eficaz modelo de conducta.

La excepción es Apeles, el pintor griego (de Colofón, según parece) que, a decir de los eruditos, es el artista que más ha influido en nuestra forma de ejercer, percibir y entender la pintura. ¡No se conserva de él ni un solo cuadro! Apeles es, por tanto, un histórico puro y hemos de agradecer su influencia a un puñado de comentaristas (entre ellos, por ejemplo, Luciano de Samosato, famoso por aquello de «en una sola cosa seré veraz: en decir que miento») que también existieron. ¿Se imaginan que ahora descubriésemos, gracias a algún investigador con ganas de armar jaleo, que Apeles no existió nunca. ¿No sería precioso?

Mozart tuvo que esforzarse hasta el agotamiento e incluso, quizás, morir quizás envenenado con mercurio por su amigo Salieri, y todo en una «existencia histórica» más bien breve, y Apeles podría dejar de existir mientras las descripciones de sus cuadros (ahora fantasías de algunas plumas geniales) siguiesen impresionándonos; por eso servidor, definitivamente, va a confiar en sus biógrafos y a apostar por la inexistencia como forma de vida, aunque se quede si jubilación.

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