Ha estado servidor escuchando, estas semanas, muchos y muy variados argumentos para no apoyar la huelga. El principal, o casi: que se trataba de una huelga política. Nadie ha sabido explicarle a un servidor qué tiene de malo, en determinadas circunstancias (es la política, no la patronal, la que está recortando derechos a los trabajadores) una huelga política. Otro: los sindicatos son sospechosos de depender de las suculentas ayudas oficiales y no tan oficiales. Bien, ¿entonces quién debe convocar la huelga? También los políticos han caído en la tentación (la de vivir con bastante facilidad, dijo Miguel Delibes) hasta convencernos de que en realidad su oficio no es más que la prolongación de la piratería por otros medios, lo que no impide a quienes esgrimen dicho argumento acudir a las urnas y entregarles el poder. No se coloque usted detrás de la pancarta de un sindicato, no les vote. Hacer la huelga o no hacerla no significa ser sindicalista, como acudir a votar o no acudir no significa ser demócrata. Por cierto: ¿se han enterado de la detención, en Quart de Poblet, de un edil del PP acusado de robar y revender el iPhone de una asesora? A servidor le parece una humorada tristemente ejemplificadora del deterioro económico que sufrimos. Quizás uno de los efectos de esta transformación que se nos quiere imponer sea esa: convertir los periódicos en una suerte de Weekly News World. Algunos ya parecen dispuestos y un rotativo tan serio como ABC publica, en sus páginas de ciencia, titulares como este: ¿Un «ovni» chupando energía del Sol?
Pero hubo más «motivos» para no secundar la huelga. Por ejemplo: lo único que vamos a conseguir es que el gobierno se ahorre dinero. Este es un argumento de funcionario, naturalmente, y que las cifras se encargarán de desmentir por sí solas. Pero ese dinero es nuestro, de los trabajadores, además, y el sentido de la huelga no es el de estropearle las cuentas al gobierno sino el de transmitirle que hay una fuerza con la que debe contar. Por esa regla de tres la abstención andaluza a ahorrado ha los ciudadanos 2.300.000 euros.
¿Y qué responder a quienes aseguran que el lamentable espectáculo de las manifestaciones desacredita la imagen de una España responsable? ¿Un país con una democracia sólida, que es la que antepone la negociación (legítima) a cualquier tipo de imposición, da menos confianza a los inversores a largo plazo? ¿Un país con mejor educación y sanidad y que emplea más recursos en desarrollo científico es menos fiable? ¿Hace falta volver a señalar la contradicción que supone responsabilizar al pueblo de la mala cabeza de los mercachifles? ¿Realmente la solución es esta transferencia encubierta de renta (cubrirle el rostro a la mentira para que parezca verdad, dijo don Diego de Saavedra) desde los trabajadores-consumidores a las grandes compañías?
Y otra vez alguien dice: «Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades». El imbécil que dice esto (que puede ser cualquier concejal de pueblo) se refiere a la gente que aceptó un crédito que le ofreció uno de esos tipos dispuestos a ganarse su comisión y sobresaliente en el curso de «conseguir un cliente a cualquier precio». Lo dice sin darse cuenta de que al pobre moroso le quitó el puesto de trabajo la necesidad de capitalización de su banco, no su torpeza, no su falta de previsión. No fue el moroso culpable del paro, sino el paro del moroso. Así que vamos a dejarnos de tonterías, ¿no?
Engañar a alguien dispuesto a creer que en torno al sol hay un ovni chupando energía por una pajita no es demasiado difícil, es como decirle a un poeta que la factura de la luz debe subir para equilibrar costes o a un pensionista que los derechos de los trabajadores estorban el objetivo de déficit y, en consecuencia, su bienestar; lo difícil es enderezar luego las cosas, cuando a la mentira se le oponga una fuerza más valiente, escarmentada y con menos que perder.