Una vez más, servidor ha sobrevivido a su prolongado cumpleaños, y por añadidura sin percibir señal alguna de ese anuncio de fin del mundo que, al decir de los expertos en fantasías indemostrables, todos ellos tarados por una enfermiza nostalgia de sentido, debía producirse este once del once del once coincidiendo con el momento en que apagaba un servidor sus once velas en forma de cinco.
Ahora, que se han ido los invitados, y que no suena más que el largísimo, monótono y nocturno sermón del vendaval islandés, se ha quedado servidor con Raquel, apurando otra botella que debía haber sido de Tomatin, pero que por respeto a la crisis lo es de Ballantine’s etiqueta negra (un whisky que procura que la calidad no esté hecha sólo para unos pocos, dicho sea con perdón del tono publicitario), y mirando al techo como quien se sabe envidiado por los dioses, es decir: con cierto temor a que se le venga encima.
— ¿Qué te ha dejado este año?, pregunta Raquel con suavidad gaélica.
— Una elección.
Una elección se le presenta a uno cuando, en un sólo gesto cuya facilidad resulta casi asombrosa, puede burlar al pasado, al destino: zafarse. No significa eso que uno pueda cambiar lo que ha sido (no es posible tal cosa, ni deseable) sino que lo que ha sido pasa a engrosar la lista de las cosas que ya no es.
— «El pasado», «el destino», repite Pangur para sí antes de volver a dormirse entre sombras chinescas, cantos de hojas de higuera y cáscaras de tigre brillantes como purpurina.
El pasado es una porción, fatalmente alicuanta de nuestra vida, que por ese motivo y con gran facilidad tiende a responsabilizarse e incluso a adueñarse con engaños de nuestra alma mortal. El pasado tiene la tentación filosófica de susurrarnos en alemán obscenidades sobre el destino y para burlarlo es necesario comprender que su deseo es prevalecer, poseernos, pues sin nosotros no es nada. Pero una vez que decidimos no escucharlo se queda fácilmente en cominería comparada: olor a licra y a deceptorio de segunda mano, nada que no se arregle con unos posos de café en un cuenco de agua. El pasado es también, para su desgracia, el triste presente de algunos e incluso el raso futuro de muchos cuya proximidad no nos hace ya ni bien ni gracia, y que en el recuerdo nos estorbaban, afeando lo poco, lo imprescindible que allí tesorizamos tan amorosamente, pues confundieron el argumento de la vida con el episodio en el que aparecían. Y está lleno de tontivanos agoreros: servidor, que a menudo se detiene en las viejas noticias de los periódicos mientras enciende la chimenea para calentar un poco este futuro en el que se ha hecho fuerte, lo sabe bien.
Y cuando en el pasado reciente el capitalismo feroz se decidió a enseñarnos quien manda y los gobernantes amenazaron con la cárcel al que se riera (incluso al que mirase hacia otro lado con gesto de desaprobación en lugar de admirar aquellas áureas y regordetas nalgas) servidor hizo su elección y en un asombroso ejercicio de memoria se llamó a sí mismo por teléfono como ese personaje del anuncio que se llama a sí mismo para darse ánimos y de paso anunciar una cadena de locales de comida rápida. Entonces, se acabó. Todo eso que en la memoria le define, todo lo que le ha de sostener como ya es, está ahora relatando a un servidor desde el futuro de un servidor. Incluso esas fotografías incapaces de desaparecer del fondo de sus cajones están en el futuro hoy a la espera de ser coloreadas por un reconocimiento más justo. Servidor, de hecho, se está dictando este artículo desde el sillón eñe mayúscula de la Real Academia de la Lengua del año 2025, un 15 de mayo, aprovechando el descanso para el bocata de los señores académicos y que uno de ellos se ha dejado el móvil.
— Te haces mayor, Suñén, sonríe Raquel mientras el viento golpea contra los cristales las cintas de esas cortinas de verano que deberíamos (que debería un servidor) haber descolgado hace días.
— A la fuerza ahorcan. ¿Un bombón?
Servidor se hace mayor, en efecto, pero es que también ha estado reorganizando su biblioteca, cambiando el callejero de sus nuevas prioridades fronterizas tal y como se pedirá a sí mismo en el futuro y, haciendo limpieza, se ha encontrado releyendo a Fukuyama, más influyente por lo paradójico y amenazador del título de su libro que por el contenido real (y amenazador) del mismo. Nos gustan las paradojas, pero no la relectura. Y sin embargo es más que interesante volver a Fukuyama a la luz de la actual situación de liberalismo desbocado que tanto nos confunde que hasta nos interesa, como los agujeros negros (que por cierto, no son agujeros, servidor también se lo ha dicho a sí mismo; y Dios tampoco: por lo visto era un belga muy ingenioso al que pillaron en un sótano bajándose Internet). ¿Dónde estarán ahora los jóvenes que dieron crédito a Fukuyama? ¿Se casarían?, ¿se habrán llamado a sí mismos desde el futuro para decirse «recomiéndaselo a tu pareja», «cuídamela», «come hamburguesas en abundancia»?
Servidor, decía, se ha llamado por teléfono y se ha rogado a sí mismo que no haga caso a papá, y se ha advertido de que el narrador no ha dicho aún su última palabra (aunque quizás sí se haya mudado de dirección -allí en España- y ya no viva en Hegel esquina a Savater -antes Lista- sino en Marx con Trías, no se enteró muy bien servidor de esa parte) y de que es conveniente, y mucho, leer y releer, y actuar con prontitud, y defender el futuro.
Nada es tan difícil como percibir ciertos cambios cuando se nos ha acostumbrado a no usar la intuición. La forma copia al sueño y la coherencia es un aroma claro que danza frente a nosotros, sin prisa alguna, cuando miramos al futuro con la intención de alcanzarlo.
— Vive como si el día siguiente te perteneciera, se ha dicho un servidor antes de colgar.
Las estrellas se han abierto paso entre las nubes que han corrido todo el día a merced del viento. Las contemplamos ahora a sabiendas de que no son el resultado del deseo de ningún dios, sino el recordatorio de los nuestros, nuestros deseos cuidadosa y mansamente interrogados entre bombón y bombón. Piensen lo que quieran: la maquina de la vida se pone de nuevo en hora sin manifestación alguna fuera de lo explicable, pero también sin la rémora de un pasado intrusero y torcido, y hay que llevarla a buen puerto, lejos ya del adocenamiento aulario, lejos de la grisura. Se acabó. Fukuyama, equivocado después de todo, terminará en la esquina derecha del estante de arriba, ese al que no se llega sin la molestia de la escalera. Él y su aburrida utopía. Adios, Fukuyama. Hola, Goldman Sachs: échate un pulso.
— «El pasado», «el destino», ha vuelto a repetir Pangur para sí, esta vez entre sueños indescifrables, de gato bien comido.
Guste o no, el personaje ha diseñado su futuro mucho mejor que su pasado. Y ahora se acerca con paso firme a su momento. La política y la economía (que tendrán que abandonar su condición de juego muy rápidamente, mucho) disimulan su labeo envolviéndose en papel de periódico como el sacerdote entre sus falsos misterios, pero prolongando vergonzosamente una agonía sin solución; no hay forma de parar al amo, salvo que se le pague con el futuro. Pues de eso nada; así que, con su permiso de ustedes y el de su médico y el de sí mismo, servidor se ha ido a Islandia, que es posiblemente la democracia parlamentaria más antigua del mundo, junto a Raquel, que también se ha dormido; y allí se va a quedar, por lo menos (por lo menos) hasta que se le acabe el Ballantine’s, o se acabe el mundo: lo que pase primero.