La burbuja literaria

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Servidor es menos fiero de lo que a veces podría parecer y hasta capaz de ponerle buena cara, si no hay más remedio, a cualquier cosa que toque la trompeta, pero lo bastante mayor para saber también que lo difícil de verdad no es tanto eso (que depende de tal y cual) como evitar después que la cosa en cuestión, convencida de que su talento musical le permite y su público le reclama marchar sobre Jericó, marche sobre Jericó sin atender a razones; de ahí que digiera regular un servidor a esos novelistas jóvenes o no tan jóvenes que, como desde algún privilegiado escaparate y con el tono de quien se hubiese ganado el derecho a ello (en virtud de no se sabe qué bulas o cédulas subdemoniales), sueltan el mirlo un día sí y otro también para sembrar mandangadas, bulderías de esas que antiguamente se usaban pour épater le bourgeois y hoy para vender algún libracho y, si hay suerte, para que le convoquen a uno a la consabida mesa redonda con la esperanza de que, ya que no a sus colegas, le alegre el día a sus semejantes.

No le pregunten a un servidor por qué decir de las mujeres que escriben mal o de Cervantes que es un plomo o del compromiso que es mentira «vende más» que hablar en serio, porque no podría darles ninguna explicación convincente sin pasar al insulto. No es una actitud nueva (conque nadie se dé en exclusiva por aludido), por más que ahora «se lleve» apuntarse a la astucia de señalar lo «escandaloso» como revolucionaria forma de marketing (qué tontería, si lo piensa uno bien); pero tampoco es tan vieja como los que citan ejemplos clásicos nos quieren hacer creer (no es remoque entre grandes). Cabe suponerle a estas estrategias un éxito reducido, y sin embargo hace tan sólo unos pocos día que cierto vecino de Magaz de Abajo, de nombre Ufano, se hacía eco de alguna de ellas en la misma puerta de la casa de un servidor.

— Quizás sea la burbuja literaria, advierte Raquel en tono sombrío y haciendo tremular sus finos dedos.
— Pues ahora que lo dices…
— ¿Quieres un vinito y unas castañas? Las acabo de asar.
— Claro. Gracias.

De todos modos no es una conducta que los escritores jóvenes o no tan jóvenes exhiban sin ser espoleados por los medios (que es, literalmente, lo que a servidor, a veces, le gustaría poder hacerles), así que tampoco vale sin más fingir oídos sordos y seguir leyendo a Benet o a algún otro «plomo», sino que es de bien nacido dar un respingo e intentar evitarles, en la medida de lo posible, a estos más o menos jóvenes escritores, el trago de verse tan solos como manipulados ante el larguísimo camino que comienza justo allí donde fueron a buscar esas murallas tan molestas y que corría tanta prisa derribar a golpe de clangor y vean, frente a ellos, a los niños de palo con sus pelotas de tela en actitud de iure, defendiendo el honor de su patrimonio.

— ¿Truco o trato?

Servidor sabe de gente que se ha autolesionado por menos.

— ¿No te sobrará alguna calabaza?, inquirió Ufano.
— ¿Y para eso me haces bajar? Estaba tan ricamente leyendo a Proust.
— ¿No lo sabes? Ya no está de moda leer a Proust, es un plomo, lo ha dicho en el periódico un escritor cuyo nombre no recuerdo pero que es igualito al amigo de Barth Simpson: a Milhouse.
— A Milhouse.
— Eso. Pero calvo y con barba, o sea con pinta de progre.
— No.
— ¿Qué?
— Que no tengo calabazas, Ufano. Me sobra una barra de pan de ayer, si la quieres.
— No, gracias. Ya sigo preguntando por ahí, si eso.

El diálogo se prolongó aún un poco más, pero no desea servidor que piensen ustedes que pretende colarles una novela toroide so pretexto de sus diarios. Lo que servidor desearía, lo que le dejaría más tranquilo, es que algún desinteresado atleta diera caza al inflado aspirante a Josué y por su bien y el de otros le hiciese ver lo exiguo e infantil de su atalaya de asalto (a penas una cáscara hueca con una vela dentro) y lo trajera de vuelta, a él y a su ridícula trompeta, al reino de la materia; hasta lo jalearía con ganas, al atleta, si no tuviera que oír llover y atender a la puerta. Además servidor, que ya disfruta una edad vendimiaria, sospecha que estándose tan ricamente en su sofá y esperando sin sobresaltos el mejorable futuro que una vez le auguraron va a resultar infinitamente más útil que desinflando fanfarrias. No le vaya a estallar en las narices la burbuja literaria esa, a sus años.

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