Bolígrafos calientes (ya nadie gasta afilada pluma) advierten que la Feria del Libro de Madrid debe ser repensada, lo que significa que no están saliendo las cuentas. Sin embargo hace mucho que la feria debe ser repensada, pues casi desde sus orígenes se habló de la poca utilidad que un mercado de sus características ofrecía a una ciudad repleta de librerías en las que (si es que no se encontraba a la primera) bastaba pedir un libro para tenerlo en casa a los pocos días. Además los suplementos de cultura de los periódicos competían por descubrir y presentar una diversidad de opciones a un público ávido de información y, aún más, de formación. Pero a pesar de no ser un evento estrictamente necesario, la Feria del Libro de Madrid se convirtió en poco tiempo en un obligado pretexto cultural en épocas de escasez, y de ahí extrajo una energía que no sólo contrapesó su inutilidad, sino que la convirtió en un verdadero evento social, intelectual en un sentido amplio, didáctico y (de resultas y sólo de resultas) comercial. Fueron años buenos, años en los que la Feria tenía una voz, pero no fueron tantos ni se quedaron quietos.
La apuesta de los medios culturales se fue cerrando alrededor de determinadas tendencias o modas en consonancia con unas políticas editoriales definitivamente encauzadas hacia una literatura de contenido ligero y venta mayoritaria. La poesía, por ejemplo, desapareció casi por completo de los anaqueles de los libreros, que debieron hacer sitio a pilas de títulos cuyo presupuesto en publicidad justificaba ampliamente desplazar de su lugar al libro de fondo. Poco a poco algunos libreros optaron por compartir caseta o dejaron de acudir. Las actividades extra-comerciales de la Feria se volvieron cada vez más comerciales y el mismo puñado de autores se desdoblaba para firmar un libro propio y hablar de uno ajeno, participar en un coloquio o conceder una entrevista. Finalmente la Feria del Libro (esa es la sensación) ha quemado su influencia en la promoción de un par de docenas de títulos (lo que vale también para los «invitados» italianos) y se ha comportado como si dar al lector lo que pide fuese un fin y no una consecuencia de su dependencia mediática. Es que el lector pide aquello de cuya existencia tiene noticia o a cuyo autor reconoce y, la feria, en ese aspecto, no le va a ofrecer nada que le sorprenda (aunque en teoría lo expone todo); ni tan siquiera firmas, que puede conseguir en una gran superficie. Así: se limita a reflejar un ambiente cultural previsible y plano; cuando, quizás, debería servir precisamente para contrarrestarlo.
Estuvieron, Raquel y un servidor, comiendo con algunos amigos músicos, escritores, ambas cosas, en León; y se trajeron la alegría de haberlos visto, el último libro de Víctor M. Díez (que mira por donde no se quedó a comer) y un par de ideas sobre las que reflexionar. Pero también, sobre todo, el regusto de una conversación entretenida y enriquecedora a lo largo de la cual, entre unas cosas y otras, se mencionaron muchos libros, muchos. Pero ninguno de los títulos que se mencionaron han sido respaldados desde el entorno de comunicación que arropa a la Feria del Libro, pues ni sus asuntos ni sus autores se cuentan entre los que se consideran «atractivos» por quienes deciden qué cebo es el mejor para atraer visitantes (lo que en realidad equivale a «seleccionar» a los visitantes). Durante la duración del evento, se vuelve a hablar de lo que ya se habló, se repite lo que ya se dijo y se intenta por todos los medios que los que más venden le saquen aún un último beneficio al «tirón» de la Feria. Eso es lo poco que la Feria arriesga (aunque en teoría lo expone todo) o al menos eso parece. En ese aspecto es más que necesario que las diversas opciones encuentren a su público, que se recupere un discurso capaz de admitir distintas voces, diferentes mensajes.
De hecho le llama la atención a un servidor la queja de algunos de estos bolígrafos calientes a los que aludía al comienzo de estas líneas por que Risto Mejide, Mario Vaquerizo o El hombre de negro hayan firmado más ejemplares o vendido más libros que Gustavo Martín Garzo o Juan José Millás en una Feria definitivamente poco rentable; pero le llama la atención porque el dato se menciona para poner de manifiesto la necesidad de replantearse el modelo, cuando lo que evidentemente hay que plantearse, antes de separar un poco más las churras de las merinas, que tampoco sería tan mala cosa, es el público objetivo.
No desea servidor que pierda la Feria su carácter marcadamente literario, ni su sentido festivo, y sabe que es difícil hacer algo contra el hecho de que el dinero no se puede gastar hoy como antes (no vayan a acusarnos ahora de haber estado leyendo por encima de nuestras posibilidades) pero está convencido de que los resultados de la Feria del Libro son consecuencia de lo sembrado durante los meses precedentes por los periodistas y gestores culturales de este país, de que pensar la feria sin pensar la cultura es perder el tiempo y de que si ésta no se aplica a recuperar su propio discurso libre de dependencias, o complejos, o imposiciones, acabará por vocear marroquinería, baños calientes, cortes de pelo, reliquias y, en fin, eso: libros de feria.