No quiero ser agorero, pero la crisis del 2008 empezó cuando Zapatero prohibió fumar, y no hemos aprendido nada. Si la situación nos supera: leña al sinpapeles, al fumador y al pensionista, al gordo y al farmacofóbico. Eso con una mano; con la otra: dinero para ricos.
Hay una considerable cantidad de personas que se declaran apolíticas. Mucha gente, a lo largo de años, me ha dicho en alguna ocasión eso de «y que conste que yo soy apolítico», y nunca he dejado de corregirlo:
— Querrá usted decir «apartidista».
La corrección es, en el fondo, una caridad; pero, como sea, da pie a explicar la diferencia entre no preocuparse de los asuntos de la vida pública y no adscribirse a ninguna ideología organizada.
El problema es que el camino al conocimiento termina, y encuentra su recta final (no necesariamente definitiva) en los libros. No importa lo que queremos desentrañar, tras los documentales y la Wikipedia, o acudimos a los libros o no pasaremos de representar con más valor que dignidad una cultura general repleta de lagunas. Preséntame a una persona apolítica y te presentaré a una persona que no lee, seguramente es cristiana y, ante la duda, se abstiene de molestar, se duele o llora.
Su razón es tu culpabilidad, Su fe pare víctimas.
Más difícil es explicarle a algunas personas «apolíticas» que el ejercito no debe de ser apolítico, sino democrático. A ver, no se asusten, el ejército, por definición es una estructura jerárquica, pero una estructura jerárquica al servicio de la defensa de una sociedad que se gestiona a sí misma a través de la exposición, la discusión, la votación y la aplicación de sus propias ideas.
El ejército nos defiende de ese colectivo singular enigmático al que llamamos «enemigo», sí, pero el enemigo no sólo puede serlo por aspirar a robarnos territorio por la fuerza, el enemigo (del pueblo) es la merma de nuestras libertades democráticas.
— ¡¡Protesto!! –protesta Pangur –La libertad no tiene adjetivos.
Se equivoca, ya que hay libertades no democráticas, esas que generalmente sólo pueden permitirse los delincuentes y la gente inmensamente rica o suficientemente poderosa. Si tienes catarro y no puedes comer helado y yo no tengo catarro y sí puedo comer helado, puedo, en virtud de mi libertad, comer helado; pero si estoy afectado por una enfermedad peligrosa no puedo toserte en la cara, por muy libre que me crea y por muchos argumentos que esgrima. Si impongo una realidad personal a la realidad compartida soy, por definición, un tipo sospechoso. Un, como dirían los franceses, «fantasmes».
Hemos pasado estos últimos días en compañía de otras cuatro personas y dos perros: Raquel, Pangur, Ovidio, Yogur y un servidor hemos compartido espacio con amigos y familiares y animales de compañía de amigos y familiares. Con toda seguridad, vamos a morir. Pero no es eso lo que nos ha preocupado, sino nuestras pequeñas diferencias de carácter, esas minúsculas desavenencias derivadas del hecho de que hay quien se carga de razón mediante un buen ataque basado en que tu defensa de la lectura es una ofensa hacia los que no leen caro, una celebración del elitismo, una estrategia bien conocida: matar «fantasmes». En Magaz de Abajo nadie se cree mejor ni más listo o, por lo menos (por lo mismo) no lo hace tema de conversación.
Me encuentro con ese ser que, a la mínima, convierte tu defensa de la libre decisión en una amenaza para la lógica democrática. Puedo quedarme embarazada para protagonizar una serie, pero no puedo entender que no se me contrate para protagonizar una obra teatral protagonizada por un rey polaco. Defender una cosa y la contraria no le parece a un servidor causa de escándalos; pero mostrar condescendencia con la imposición, responder al «me parece» con prudencia o al «es mi punto de vista» con un alarde de educación, es perder de antemano, es dejar el futuro en manos de nuestros seres queridos, es preferir ser feliz a pensar, ser discreto a estar vivo. Las decisiones son difíciles y no pocas veces un juicio, pero no deberían de ser el juicio final, nunca.