Falacias

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El PSOE pregunta al gobierno cómo es posible que un partido político pueda tener y no tener simultáneamente bajo contrato a alguien que no sea el gato de Schrödinger y el gobierno le responde que se ocupe de sus propios problemas. ¿Cómo -pregunta retóricamente el interpelado- osa su señoría (eso sí, siempre se llaman «su señoría») decir esta boca es mía si es incapaz de organizar su propia bancada? Responde eso, el gobierno, o responde que un condenado por financiación irregular debería estar calladito y no dar guerra. No es un diálogo al que no estemos acostumbrados, y hasta nos parece normal que al PSOE le haga mella, como al parecer le hace, pero a servidor le sorprende que las reglas de un debate político serio y realmente democrático, que debían cuando menos respetar las de la argumentación productiva, sean tan escandalosamente ignoradas en la cámara legislativa de su país como en cualquiera de esos debates-basura televisivos. A servidor, que es ingenuo y bienpensante, le asusta, francamente, que don Jesús Posada, presidente del Congreso, no sea capaz de explicar a sus señorías que desviar la atención del asunto que se discute hacia la persona del adversario (o hacia su grupo o circunstancias) es una falacia ad hominem, es decir: un pseudoargumento que en absoluto refuta lo afirmado por el adversario, una cosa impropia de gente bien educada. El uso de falacias es, en todos los casos (con la excepción, quizás, de la de autoridad en casos muy concretos y previamente acordados, por ejemplo entre seguidores de Iker Jiménez que debaten sobre si el doctor Gang es en realidad el gato y la mano que lo acaricia parte de una máquina diseñada a tal fin) una muestra de la incapacidad, si no imposibilidad, de defender la posición ocupada. A servidor le gustaría ver al señor presidente del congreso diciéndole a su señoría X:

— Señor X, por favor, cíñase al tema tratado y no gaste su tiempo y el de los españoles en falacias que no responden a lo que el señor Y le ha planteado.
— Pues ármate de paciencia.

No es la única falacia de moda en las discusiones políticas patrias (están también la ad baculum y la ad populum) pero si la más extendida. En lo tocante a causas con la justicia últimamente las oímos más del tipo ad verecundiam: «¿Va usted a creer a un don nadie antes que al yerno de su majestad?» (O su variable de urgencia: «Reconozca que cree usted al yerno de su majestad antes que a su majestad»).

— Desde luego, eres capaz de decir que no hay Dios.
— Me pregunto por qué el pueblo no puede abdicar.

Cuando, como por desgracia es más que habitual entre españoles, se trata de defender hasta la muerte lo indemostrable, el prestigio cuenta y la apelación a la reverencia se generaliza. Los creativos publicitarios lo saben muy bien al sugerir a los bancos que se hagan anunciar por Pau Gasol y no por Isabel Pantoja. Ahora bien: si es cierto que al político el prestigio se le supone, no lo es menos que ha abusado tanto de la falacia ad hominen (y no sólo argumentalmente) que ha terminado, quid pro quo, por destruir el prestigio de toda su profesión. Del sofisma patético sobre el perjuicio que, según los unos, causan los otros a la imagen de España, ni hablamos. Su falta de rigor, de cultura parlamentaria (para expresarlo con suavidad), les ha traído a un punto en el que ya sólo les quedan dos salidas: o judicializan hasta el absurdo la vida política del país (lo que ya está pasando) o pactan unos años de tregua haciendo oídos sordos a todos y a todo (lo que supondría ensanchar aún más, profundizar aún más, la ya peligrosamente ancha y profunda zanja entre gobernantes y gobernados). Claro que tienen otra opción…

Debería bastarnos (dejémonos de literatura) leer la prensa, la colección de mentiras (una verdad no se corrige según sople el viento), tergiversaciones y «olvidos» que ya hemos aguantado -y que significarían la dimisión de varios ministros (y hasta de un presidente) en cualquier país de sentida tradición democrática- para llegar a la conclusión de que hay que parar. Es decir, que hay que frenar el deterioro, cambiar el ritmo, usar un tiempo muerto. El grado de cinismo, la extensión del humeante charco que corre a estas alturas fuera del tiesto, no se arregla con apostillas a la ley ni con pactitos de defensores del mal menor (que a lo mejor cuelan en Ponferrada, por aquello tan barribajero de que «París bien vale una misa», pero que no conducen más que a enturbiar el río para ocasión de anzuelos oportunistas): necesitamos urgentemente suspender toda actividad ejecutiva, sentarnos a considerar lo que es inamovible y comenzar de nuevo. Necesitamos reescribir ese pacto entre el poder y los ciudadanos que nos permita dejar claro, de una vez para siempre, que sin ciertas garantías no hay votos, que sin claridad no hay votos, que las lentejas no se votan y que en ninguna parte dice nuestra Constitución (salvo que se nos haya escapado la letra pequeña) que España es un país neoliberal necesitado de mano dura y ayuno para dar lo mejor de sí. En resumen: revisar ciertos métodos (electorales y de financiación de los partidos), blindar ciertos derechos (a la educación, a la salud, a la información) y prestaciones (paro, dependencia, pensiones), asumir ciertos compromisos (tributarios, solidarios, medioambientales), eliminar privilegios (políticos, religiosos) redistribuir las cargas y plazos de nuestra deuda y definir un nuevo marco de relaciones tanto externas como internas. Luego, una vez de acuerdo, nos vamos todos tan contentos a votar el domingo más próximo.

Como no aprendemos de los vecinos, o hacemos eso o corremos el riesgo de vernos abocados a unos comicios precipitados de los que al final se beneficiarían los bisagreros de siempre. O, lo que sería aún peor, corremos el riesgo (salvo un tan amplio como improbable pacto de izquierdas) de vernos gobernados por una coalición PP-PSOE.

— Eso es imposible.
— ¿Por qué?
— Porque te lo digo yo.

¿Qué es exactamente un país? ¿En qué se basa la unidad de determinadas personas en torno a un estado y a un gobierno elegido, si no es en un proyecto justo de vida en común y en la confianza que los hombres y mujeres que lo habitan depositan en el buen juicio de sus representantes?

Servidor, que tiene a gala no ser de ninguna parte y está tan orgulloso de ello como puede el berciano estarlo de ser del Bierzo, el letón de Letonia o el joviano de Júpiter, consideraría seriamente la idea de arrepentirse de no haber nacido menos español y más rico, menos listo y más espabilado, menos estudioso y mejor mentiroso si no se guardase bajo la manga la intención de disolver las cortes e iniciar, por sorpresa, un proceso constituyente e irreversible aprovechando alguna trifulca que mantenga a los políticos lo bastante entretenidos con sus falacias. Servidor defiende semejante lío por más que le ponga en riesgo de satisfacer a algunos iluminados o, aún peor, de ser confundido con el Risto Mejide o la Ana Tarrés del resentimiento moral. La posibilidad de reescribir la historia mientras aún se puede hacer con tinta, una vez desenmasacarada la falacia realista, le está empezando a hacer tilín.

— Pero eso es imposible.
— No, Pangur, perdona: lo imposible es lo que pasa.

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