Estaba servidor pensando que una cosa es que esta crisis carezca de relato a pesar de ser la mejor argumentada de todas las sufridas por la humanidad, y otra muy distinta que no involucre poética. Quizás toda crisis contenga, en alguno de los estratos de su análisis, una poética sencilla que se abre paso desde la complejidad de sus causas. La del año 29 del pasado siglo podría leerse, entonces, como una bancarrota platónica cuyas consecuencias disculpar en nombre de la ingenuidad de la perspectiva o de la mala interpretación de modelos; pero ochenta años después del Black Tuesday, la depresión, tratada entonces con homeopatía keynesiana, se presenta de nuevo, aunque ahora asaeteada de arriba a abajo por la agresiva acupuntura liberalista, y no sabría decir servidor si criatura distinta y nueva o aún útero a la espera de la transmigración de nuestros fantasmas más clásicos: doctores tiene la iglesia. Lo que servidor sí sabe (o sabe que sospecha) es que esta reaparición, de la que debería emerger con naturalidad la necesidad de una poética epicureísta, no va a desembocar en el relato utopista y liberal de rigor, sino en la propia disolución del relato, en su enterramiento definitivo bajo la falacia de autoridad de sus oficiantes, beneficiarios y acólitos.
— ¡La bancarrota es el relato!, exclamarían a coro, en primer término del escenario, el publicista, el sociólogo y, naturalmente, el diablo mientras los coloridos zanquistas del Cirque du Soleil, tras ellos, danzaría una improvisada y desasosegante chinoiserie sobre las tumbas de los huelguistas.
Todas las poéticas son extremadamente frágiles; pero se tejen y se entretejen con hilos de muy respetable resistencia hasta configurar un cúmulo tan complejo y gaseoso como, afortunadamente, portátil, plegable incluso, e indistinguible de lo vivido. No es como poner o quitar banderitas en un mapa estratégico, sino como encontrar caminos en uno que resulta invisible bajo según qué luz. Así servidor, como usted o como usted (pero no como usted) es parte de la enorme y redonda red de Samos. Eso nos hace fuertes o, al menos, poéticamente viables.
Que la poética que debe alumbrar esta crisis es epicureísta se justifica pronto y se comprende con poco esfuerzo; aunque sus implicaciones son grandes: Epicuro, que aspiraba sin avergonzarse a una vida buena y feliz para todos, proponía la práctica de la ataraxia: un voluntario amortiguamiento de los deseos en favor de una saludable satisfacción de los apetitos. Distinguía tres clases de apetitos en diferente grado atemperables:
- Los necesarios (y de sencilla y natural satisfacción): alimento, abrigo y seguridad.
- Los naturales (pero no estrictamente necesarios): buena conversación, amistades fiables, sexualidad gratificante…
- Los no naturales ni necesarios: persecución de fortuna, ambición de poder, búsqueda de prestigio o de fama, etc…
La lista no es del todo acumulativa (aunque idealmente lo sea), pues su tercer nivel podría, por inútil y estúpido que parezca, prescindir del segundo en una suerte de pirueta fundamentalista ampliamente ejemplificable.
Horst Rippert, a la sazón castigado a vagar eternamente de alucinación en alucinación por haber abatido el avión de Saint-Exupéry, le susurraba hace muy pocos días a un servidor, en sueños, que abandonase toda esperanza y se enfrentase como se debe a un mundo rebosante de contundencia en el que los capitalistas se aliarían para, haciendo coincidir las clases de apetitos con las sociales y sustituyendo la moderación igualitaria de éstos por la comercialización discrecional de su disfrute, acabar con todas esas zarandajas humanistas que alimentan el ya de por sí turbio pensamiento de los resentidos (lo que incluye, por cierto la literatura, la música, la salud, la pintura o la propia filosofía) y, de paso, con cualquier conato de ataraxia que no sea estrictamente cristiana. Pero cuando se ha nacido y crecido en el centro mismo de la mejor biblioteca jamás imaginada, no es posible olvidar que la verdadera conciencia es la naturaleza, y que los apetitos de tercer nivel de unos pocos no pueden dejar al resto sin la capacidad (a la que por naturaleza, por conciencia, todo ser humano tiene derecho) de apañárselas para no tener miedo a los sueños, o miedo a secas.
Mientras no haya relato, no habrá culpables y los economistas podrán seguir monologando a sus anchas en su nuevo papel de moralistas eunucos. Pero mientras haya poética, hay empeño. Y por anacrónico que le parezca a quien se lo parezca, el empeño, en opinión de un servidor, sigue siendo Epicuro; es decir: la ilusión occidental (la de los griegos, la nuestra, la cultura y sus búsquedas). La ilusión: lo posible.