Creemos (tendemos a aceptar) que al personalizar los efectos, al «ponerle cara» a las consecuencias, dramatizamos positivamente la percepción social de las causas. Servidor, sin embargo, está cada vez menos seguro de eso y se pregunta si no es mejor dejar de pelear escaramuzas y concentrarse en la verdadera guerra contra ese mal que ha permanecido oculto tras el bien desde tiempos inmemoriales: la estúpida y ciega avaricia del poder.
El que es desahuciado no es, realmente, la víctima de un comportamiento bancario viciado por sus ejecutores, sino la manifestación última de la irracionalidad de un sistema que necesita enviar a la esclavitud a una mayoría para perpetuarse aún a sabiendas de la inevitabilidad de su desaparición (y de ahí que el dinero comience ya a acumularse en herencias, y no a resolverse en actividades productivas). Sin dejar de ser personas concretas, el banquero y el desahuciado son, sobre todo, sistema. Nosotros somos (inevitable, obligatoriamente) sistema. Por eso el enemigo no es un político concreto, ni la solución una corriente concreta, ni la víctima un ciudadano concreto.
Mientras sigamos viendo la injusticia como el abuso que alguien (un prestamista, un ladrón, un sacerdote, un empresario, un político, un policía) ejerce contra alguien (un emprendedor, un ahorrador, un ingenuo, un trabajador, un votante, un indignado) no la veremos como lo que es: el verdadero núcleo y motor del sistema. ¿No deberían todo hombre y toda mujer justos declararse antisistema? La asunción de que esto es así porque así ha sido siempre (y siempre se nos ha impuesto por la fuerza tal convicción) es tan abrumadora que ya ni siquiera nos fijamos en que se está criminalizando el objetivo de pensar mundos mejores.
Para sentirnos útiles apelamos a la lucha local, creyendo que la escala reducida nos dará una posibilidad mayor de victoria; pero cada triunfo pequeño es una reafirmación del sistema que, gracias a consentir mínimas desviaciones, se asegura una imagen de flexibilidad que no es más que eso: imagen. No importa cuántos políticos o banqueros o empresarios acaben en la cárcel si las leyes que abaratan el precio de la dignidad no dejan de dictarse. Tales concesiones no sólo refuerzan una ficción de funcionamiento, sino que, a la larga, legitiman la violencia institucional contra quienes no olvidan que existe una verdad, una causa común, un mandato de solidaridad, igualdad, bienestar y justicia que la maquina (no ha sido construida para eso, sino todo lo contrario) nunca tolerará. «Las máquinas», decía Proudhon y servidor (que no es precisamente un ludita) lo comparte, «lo mismo que la división del trabajo, en el actual sistema de la economía social, son a la vez fuente de riqueza y causa permanente y fatal de miseria». La máquina de máquinas, además, cree ser dueña y luz de ese destino que, le pese a quien le pese, no está escrito en ninguna parte; la máquina, como ese tipo orgulloso del record Guinness que lo señala como al ser con la piel más elástica del universo, cree que su enfermedad es su logro.
Por eso a servidor, como hace poco a Borja Terán, se le llevan los demonios de la desesperanza viendo ese programa de Toñi Montero, en TVE, que se llama «Entre todos». Es (como el énfasis que los periódicos ponen en las minoritarias manifestaciones de violencia tras multitudinarias manifestaciones pacíficas, como el dedo del ministro Montoro señalando insistentemente hacia arriba mientras afirma que va a bajarle los impuestos a todos) pura pornografía política.
Ayer pasó por delante de casa una camionenta pregonando «se hacen reformas», a ver cuando pasa el afilador.