El tiempo justo

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Si anteponer los intereses personales a los generales puede considerarse un acto criminal, anti patriótico, insolidario o simplemente egoísta (dependiendo del caso), no ocurre nada distinto cuando anteponemos eso que se llama «intereses de partido» a las necesidades generales. Ambas formas de apartar al pueblo de la cosa pública se resuelven al cabo en una traición al objetivo común. Por eso, de cara a esa súper jornada (o jornada) electoral que está a punto de caernos encima, la izquierda debería de dotar de contenido a cierta alarma antifascista anunciada como se anuncia una de esas tormentas que cuanto más amenaza menos duran (exhibición narcisista) y reunirse, no con la urgencia oportunista de siempre, sino en torno a la urgencia real (advertida, por cierto, con suficiente antelación y persistencia desde diversas periferias que convendría, en lo sucesivo, tomarse más en serio). Debería, también, ser muy honesta en la recuperación de unos valores puros, simples, sencillos.

Puro, simple y sencillo súper discurso.

No es mi intención criticar la estrategia o la táctica de ningún partido, sino señalar que la unidad no necesita (ni significa) unificación, que podemos ir juntos sin estarlo, es más: que debemos ir juntos porque no somos iguales, porque eso, el derecho a la diferencia, es precisamente lo que reclamaremos con una única voz para ser nuestros propios líderes. Juntos, distintos. Prescindir de esa substancia –de los explotados, de los abusados, de los culpabilizados– en aras de las prebendas que por cargo electo nos garantizan las vías fáciles es una forma de corrupción. Es la corrupción del sistema, de hecho.

La uniformidad es la corrupción.

Distintas izquierdas andan celebrando sus primarias pensando en el día del escrutinio. Tampoco defenderé el sistema de primarias como la única forma de elegir representación, ya que es un sistema que hace aguas por todas partes si consideramos la escasa oposición a la que los candidatos oficiales han debido enfrentarse. A decir verdad, me es indiferente cómo elija cada fuerza a sus representantes. Allá ellos con sus adscritos, inscritos, simpatizantes o satélites.

Lo que sí digo es que la izquierda, en conjunto, debería de ser lo suficientemente fuerte como para oponer (vender) un frente alternativo, ilusionante y participativo capaz de movilizar, en el penúltimo tramo de su apuesta electoral, a ese votante que ha visto como las expectativas de empoderamiento (como respuesta a un apoderamiento sufrido durante siglos) que se le prometían se han ido diluyendo bajo el paraguas de una viabilidad que lo excluye (silencia); y esa no es una oferta que se pueda vender desde los despachos. No cuela.

Hay que salir a la plaza. Juntos.

Quizás no hablemos de más de media docena de ideas-fuerza que, seguramente, estén entre aquellas que se apearon del carro de todos en los primeros triunfos personales. Si ese es el caso, hay que mirar atrás y preguntarse qué nos hizo estar tan cerca y qué ha hecho que eso fuese lo más cerca que estuvimos. Sobre todo, hay que preguntarse quiénes somos, a quiénes representamos y qué podemos hacer (juntos y desiguales) y respondernos con sencillez, honestidad y pureza por qué los representantes que hemos elegido no son los que deseábamos. Es una dura prueba, pero tenemos el tiempo justo para no fallarle a la historia.

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