La forma más inteligente de responder al golpe que el atentado del pasado día 22 en Bruselas significa para todos debería de imitar a la forma en la que un médico se plantea, por ejemplo, su lucha contra el cáncer. El médico no espera a que uno vaya y le diga «doctor, algo está destruyéndome, sáquemelo» (aunque obviamente tomará cartas en el asunto) sino que lleva décadas ocupado en aislar los motivos que abonan el mal, desarrollando soluciones paliativas, difundiendo y potenciando todos aquellos hábitos preventivos que sus investigaciones aconsejan. Conocemos, actualmente una gran cantidad de factores capaces de hacernos desarrollar un cáncer: algunos podemos evitarlos, otros dependen de decisiones que se nos escapan y que están en manos de la planificación política y de la ética del progreso.
En otras situaciones, en las que nuestra postura puede darnos el consuelo de la autoexculpación, nos mostramos decididos en la buena fe. Todo el mundo conoce a alguien que no conduce para no contribuir al deterioro del medio ambiente. Servidor no ha requerido nunca los servicios de profesionales del sexo negándole así una muy suculenta parte de sus ingresos al negocio de la trata. El gato Pangur se niega a ver partidos de fútbol y con ello limita la capacidad de penetración social de actitudes violentas e ideologías fascistas. Perdonen el cinismo, o el humor, o las dos cosas.
¿Pero ante esa terrible embestida emocional que supone ver morir a gente de paz en una acción de guerra junto a nuestra puerta, qué hacemos? La pregunta es pertinente (debe serlo) porque los muertos eran en efecto gente de paz y se parecían a nosotros lo suficiente como para considerarnos atacados. Quizás incluso eran amigos o parientes. El 87% de los atentados islamistas entre 2000 y 2014 se produjeron en países donde la mayoría de la población es musulmana; pero salvo que le recordemos eso a los periódicos una y otra vez su muerte se nos ocultará tras la lógica informativa, que es irremediablemente nacionalista. Esas muertes no perturban nuestra feliz rutina; de acuerdo (bajo pecado de ecumenismo selectivo, pero de acuerdo). Lo que debería de perturbar nuestra feliz rutina (si pensamos con inteligencia quirúrgica) es que ellos, los «otros», se hacen también su pregunta.
Y su pregunta es igual que la nuestra.
Servidor no pierde el buen humor porque es una reafirmación de la libertad y porque el buen humor no está reñido con nada, ni siquiera con el duelo. Lo que está reñido con el duelo es la simpleza, lo que está reñido con el duelo es la manipulación, lo que está reñido con el duelo es la violencia fundamentalista, extremista. Y sí: también coincidimos en ese error. Quizás deje de leer los periódicos para no sentirse sediento de sangre, servidor.
El siglo XXI comenzó con una imagen aterradora que es hija de la imagen aterradora que impregnó el siglo XX. Hay menos distancia de la que pensamos entre aquel hongo atómico y las torres gemelas.
Grandes demostraciones de poder por parte de quienes sólo comprenden el poder de hacer daño. ¿De verdad nuestra salud depende de nuestro poder destructivo? ¿Ese es el secreto en el que sólo están los corruptos, los asesinos, los inconscientes y los listos? ¿Esto es el ser humano? ¿Así son las cosas? Un vistazo a la historia nos muestra que tanto el islam como el cristianismo han sido siempre sus peores enemigos, cada uno de sí mismo. La religión, sin duda, no es un cáncer, pero hoy por hoy es uno de esos factores capaces de favorecer su desarrollo. El peor enemigo del ser humano ha sido siempre el compromiso creado en torno a un mensaje de obligada observancia. Torcer el libre albedrío. Meternos en una guerra porque, como bien sabe cualquiera que esté en el secreto, somos imbéciles.
Pero este comentario no trata sobre la religión, ni sobre el libre albedrío, como los atentados del día 22 no tratan sobre religión, ni sobre razas, razones o réditos. Trata sobre estrategias que causan un daño irreparable al cuerpo a cambio de un beneficios que sólo la célula cancerosa disfruta.
Como decía: se puede reflexionar despacio y con inteligencia sobre lo que nos pasa y por qué. O se puede envenenar la atención de los creyentes, de los preocupados, de los inocentes. Lo inteligente es preguntarse cómo hemos llegado a esto. Lo estúpido, lo absurdo, lo canalla, lo ilógico, lo malsano es atacar, en respuesta al desmán de un producto indeseable del capitalismo colonialista, a una mezquita.
El enemigo no está en la mezquita. Hay que ser un poco subnormal para pensar que el enemigo está en la mezquita, descalzo y rezando a un dios inexistente. Servidor no es creyente (vale), pero sabe que los creyentes ignoran la verdad (que no hay dueño) y, en consecuencia, son inocentes (manipulables, pero inocentes). El enemigo es uno entre cien millones, no está en el metro, ni está en la mezquita: está celebrando nuestra confusión. Tiene un secreto: que somos imbéciles.
Así que servidor se siente mal, y condena, y no comprende la beligerancia de Jean-Claude Juncker (entre muchos), incapaz de atajar antes de atacar. Servidor, de nuevo, pecará de ingenuidad e ignorancia y, naturalmente, se declarará en contra de los promotores del argumento agresivo-sensible. Prefiere ignorar ese bosque ante el árbol de una democracia anónima, fuerte, insobornable (había escrito y corrigió «ingobernable»), juiciosa y universal. Lo hará, condenar, porque se lo pide el cuerpo pero no dejará que eso impida que su mente avance y, en consecuencia, sufrirá que a estas alturas nos veamos abocados a repetir (repetir, repetir) que si de verdad queremos cambiar, hemos de cambiar. El tiempo se acaba.