El libro

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Lleva toda la mañana servidor intentando sentirse español, atento a su propia manera de ver cuanto le rodea, y escuchándose, escuchándose atentamente. ¿Será su crujiente rodilla, o la molesta punzada en los riñones que le viene de cuando en cuando ser español?, ¿o lo será esta niebla impenitente y salvífica como un pensamiento encubridor? ¿Y todas esas veces que el perro Fiel le mordió antes de aceptar que alguien lo quería, le harán ser español?, ¿será más español si no cree en la homeopatía, o si es críticamente hilorealista, o si vive en El Bierzo? Lo cierto es que cuando servidor piensa en España como ámbito característico, comunidad de intereses, legado cultural, espacio metafísico, cerrazón unánime o estilo de vida, sólo lo del estilo de vida le convence un poco, y es una pena que sea eso, precisamente, lo que menos convence a los españolistas, más propensos a identificarse con creencias y tradiciones que no son más que la manifestación anacrónica de su superioridad secular que con un estilo de vida, a su juicio, culpable de nuestra escasa capacidad para morir por ellos.

Servidor (que lo es exclusivamente de sus lectores) no va a entender nunca España como gozosa carga u honorable servidumbre, por más que su rey, sea quién sea, se lo solicite año tras año. ¿De dónde sale generación tras generación esa caterva de voceros siempre atenta a mantener a punto los cercados y engrasado el látigo? Ser español debería de significar algo diferente a dar un golpe sobre la mesa y decir eso de «por mis santos cojones», o «a mí nadie me ha regalado nada», o «esta situación tan inestable retrae la inversión».

Todo tiene arreglo, sin embargo, hasta ser español tiene arreglo si de una vez por todas entendemos que lo que no funciona es esa estúpida idea de resignación que parece pegada al concepto como una lapa a su piedra.

Estuvo servidor viendo la última película (tan correcta como maniquea) de Spielberg, El puente de los espías, y le llamó la atención (lo obvio, a estas alturas, sorprende) cierta conversación entre el protagonista, Donovan, y el agente de la CIA:

— Usted es el agente Hoffman, ¿si? ¿De ascendencia alemana?
— Si, ¿y…?
— Mí nombre es Donovan. Irlandés por ambos lados: madre y padre. Yo soy irlandés, usted, alemán; pero ¿qué nos hace a los dos norteamericanos? Solo una cosa. Solo una: el libro de reglas. Lo llamamos la Constitución.

Los americanos de arriba viven seguramente engañados por su doble moral, pero tienen estos deslumbramientos de naturalidad democrática: entienden bien de qué se trata cuando hay que explicarle al mundo por qué están juntos. Y a servidor no le parece una mala posición de partida la que empieza en la Constitución entendida como el compendio de reglas bajo las que estamos de acuerdo en ser españoles y no otra cosa. Si a alguien no le gustan, si alguien prefiere otras reglas, o ninguna, el libro debería garantizar su derecho a expresarlo y el de todos a discutirlo; de lo contrario el libro de reglas se convierte en un libro de imposiciones.

Por eso a servidor le escandaliza esa rara unanimidad política empeñada en que el libro, nuestro libro, debe de ser tratado como un texto impositivo cuando, en puridad, no puede ser sino el producto de un acuerdo entre iguales.

La película, a pesar de su simplismo (o gracias a él) recuerda otra cosa importante: que el papel de la defensa es el de exigir a la acusación que demuestre la culpabilidad del acusado. En este juicio sumarísimo que desde el año 2008 el estado mantiene contra la ciudadanía, no sólo no se ha demostrado la acusación, sino que se ha tachado a la defensa de arrogante y demagógica. ¿Saben quién le pareció a servidor arrogante y demagógico la pasada noche del 24 de diciembre? Pues sí, su encastillado rey, sea quien sea. De hecho pensó que si lo que dijo la noche de autos lo hubiese dicho Nicolás Maduro hace quince días o Pablo Iglesias hace ocho la prensa estaría pidiendo la cabeza de los populistas.

Se trata entonces de llegar a un acuerdo sobre nuestras diferencias, no de «romper España». Se trata de redefinir el marco de nuestras relaciones, algo que el libro debería de permitir: territorios libres y voluntariamente unidos por unas reglas que los mantienen juntos en el ejercicio de sus respectivas identidades. Sin embargo el asunto que nos ocupa, ese sobre qué sea ser español y no otra cosa, o serlo además de otra cosa, corre el peligro de convertirse en manos de políticos poco escrupulosos en un artilugio enmascarador de la penosa situación por la que atraviesan. Como los grandes olvidados resultan ser nuestros derechos, el libro debería establecer, en primer lugar, que su objeto innegociable es hacernos felices.

Cierto político «de izquierdas» cuyo nombre no viene al caso le decía hace tiempo a un servidor, en tono sombrío, que a España le quedaban sólo unos pocas legislaturas antes de dejar de ser el país que habíamos conocido. Hablaba de España como de algo que «lamentablemente» caminaba hacia la ruptura. Decía eso mientras le ponía mala cara a una lubina por la que seguramente hubiese matado unos años antes, para añadir a continuación y sin pestañear que había que fomentar las privatizaciones: la energía, las comunicaciones, la sanidad, la educación, eran (en su autorizada opinión) una rémora totalitaria en manos de un estado en exceso intervencionista. No iba tan lejos el esquizoide (y siniestramente español) personaje, pero es obvio que una España rígida convenía más a su recién estrenada flexibilidad filosófica. Resultaba sencillo prever qué se rompería antes.

Ser español debería significar vivir a salvo bajo un sistema que garantice el poder de todos sobre el de cualquiera (y no al revés) y, por descontado, ser una medida de esa sencilla felicidad sin la cual ningún orgullo está libre de sospecha y ningún contrato de objeciones. Ser español debería implicar un triunfo de la elección sobre la imposición y de la inteligencia sobre la ambición, pero también sobre la manipulación de la pertenencia; lo que, sencillamente, significa que o se cambia el libro o no cambiará nada.

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