El hombre semanal

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Lucas se ha acostumbrado a ganar a los bolos y también a ir mejorando su propia marca. Los bonsáis han superado las heladas y lo plantado en su tiempo espera pacientemente su tiempo. Hemos comprado el cuchillo de Mariscal por un euro, aun a sabiendas de que España es ahora, por culpa de El País, un país dónde el porcentaje de personas armadas aumenta día a día de manera alarmante. Quizá la semana que viene un par de mujeres hayan muerto asesinadas con un cuchillo de Mariscal obsequiado por el diario; sería una pieza más del estúpido y gigantesco puzzle tras cuya resolución cada cual verá algún día su propia cara. Nosotros, de momento, hemos usado el nuestro para inaugurar el jamón que, como todos los años, nos regaló Manolo (ya saben, mi cuñado, el marido de Manena, el padre de «las niñas» María y Susana) el día de Reyes.

– Rico, rico, quiere Raquel que diga.

Rico, rico, sí; a más de útil y salutífero hasta decir basta, ya que su integridad y conservación me obliga a mantenerlo alejado de las garras de Pangur -que ya tiene el porte de un león enano y agitanado- y me veo subiéndolo y bajándolo del techo del frigorífico a cada rato. Parece una tontería, pero estoy echando bíceps y ensanchando hombros, me molesta menos la variz de la pierna izquierda y siento prietas las nalgas. Si sigo así el día menos pensado me decido a dar una misa de espaldas, a la antigua.

– Suñén, eres tonto.
– Pero Raquel, si a mí me encanta. Me parece perfecto que la religión vuelva al misterio del que nunca debió salir.

Uno de mis superpoderes consiste en que nunca tengo razón menos cuando digo que hemos desaprovechado a Pepín Bello porque los periodistas están demasiado ocupados, que cambiaría toda la poesía de Ángel González por un Buick del 59 y un Buick del 59 por una cena con Ángel González o que Raquel es la chica más bonita del mundo, y mucho más ahora que se ha cortado el pelo a lo garçon; o que Lucas gana a los bolos porque el jamón me produce agujetas.

– No te pases, papá.
– Tú a lo tuyo, descreído.

La vida en Magaz de Abajo, en invierno, no da grandes sorpresas. Es cierto que cosas sencillas para un moderno burgués occidental de raza blanca se vuelven algo más difíciles de lo que Solbes cree. Mantener la casa caliente, por ejemplo, no es cosa que se consiga sin trabajo. Pero servidor no es hombre al que la niebla deprima o la lluvia desagrade y, afortunadamente, tanto Raquel como Lucas comparten con uno la afición a ese suave placer de la lectura que, por lo que tiene de recogimiento, de autonomía, nos reconcilia con la grandeza de estar a merced (pero también al abrigo) de fuerzas que, sin esfuerzo, podrían barrernos del mapa. La luz se vuelve dorada, alumbra una tarde que camina sin prisa. Y entonces suena la campana del portón, dos veces.

El tío Jesús viene a interesarse. Eso que ya nadie hace por nadie. Viene a saber que estamos bien.

– ¿Qué dicen por Madrid?
– De todo, y lo peor sus amigos. Pero hablando de Madrid. Llévate unos madroños en orujo.
– Los madroños emborrachan. ¿Lo sabías? Sin orujo ni nada, tal cual. Los comes y te entra un ir para adelante que ni Iduráin.
– ¿Los quieres?
– Por no despreciarlos.
– ¿Un poquito de jamón, que es la hora de la merienda?, pregunta Raquel.
– Vale, dice Lucas.
– Buena idea guapísima, digo iniciando mis ejercicios de precalentamiento.
– Yo te ayudo, dice Pangur.
– Tú no vas en las listas.

Lo bueno de Pangur es que, como a todos los felinos, le gana el lado tonto de la existencia y con un cubito de hielo tirado al suelo de la cocina lo tienes distraído tres cuartos de hora, tiempo más que suficiente para que demos cuenta de unas lonchitas acompañadas de un chato del año, hablemos de todo un poco y recibamos a la noche con la tranquilidad de quien no teme nada que no sea lo acostumbrado, a saber: vivir en un país plagado de asesinos de diseño y cuya casta cultural se compone de los asistentes al funeral de un poeta menor.

Ha estado lloviendo toda la noche, pero ahora el día es claro en la opacidad y viejo en el cumplimiento, y suena a pájaros y a sencillos requerimientos; la tarde, sin embargo, pedirá leña y la noche más leña. Magaz de Abajo le sabe siempre a poco a un servidor, condenado, hasta que pueda mejorar su marca, a ser el hombre semanal. Mañana, a primera hora, volveremos sin nada más que una gota de miel en la punta de la lengua y unos madroños por si hubiese que empecinarse en seco (que nunca se sabe). Pero una gota de miel y unos madroños bien pueden endulzarle a servidor la semana. Bueno, y el poquito de jamón del «tupper».

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