Se lo temía servidor: la bomba de Corea del Norte ha resultado ser un petardo de feria. ¿Y para eso tanta matraca? Los héroes nos pasamos la noche sin dormir, pegados al móvil, por si había que hacer algo (no así los ciudadanos que durmieron plácidamente en la convicción de que nada que no pase en su pueblo es importante), pero fue en vano. Si hubiésemos podido salvar el mundo a lo mejor nos perdonaban el desahucio. Se lo decía Aquiles a un servidor, comiendo:
— Hubo un tiempo en que yo podía tirarme un pedo de tres kilotones.
— ¡Aquiles! Por favor, que no estamos solos.
— Perdona.
Aquiles está mustio, mustio y malhumorado. Y servidor le comprende. En pocos años ha visto como su universo poético, responsable de todo lo que somos, ha sido arrinconado por los nacionalistas del costumbrismo: ciudadanos profesionales, políticos, periodistas tránsfugas, toreros malos y ex mujeres de toreros malos. Ha malvivido como modelo de pintores en una academia de Chueca y de vez en cuando le sale algún bolo con algún anciano profesor de Clásicas, pero ha perdido su alegría.
— En mi época a los toros nos los comíamos de primero, y no sólo el rabo.
— Dirás que éste no está bueno.
— Riquísimo, Suñén; aunque a mi edad, un poco fuerte.
Isabel, la mejor «cuentaplatos» de Madrid, lo ha fusilado con la mirada y Pilar, la mejor cocinera, protesta desde la cocina.
— Te he oído.
Los héroes no tomamos postre; así que terminamos la comida con un café negro y un Lagavulin en vaso bajo, sin hielo.
— Mira, dice Aquiles sacándose un sobre de debajo de la coraza y dejándolo sobre la mesa.
Es del Papa. ¿Tú no has recibido uno igual?
— Sí, hijo, sí.
La carta es taxativa:
— La cosa va en serio.
— Sí, Aquiles, va en serio. ¿Volverás al Averno?
— A ver… no tengo otra, contesta sin advertir que ha hecho un juego de palabras. – La realidad es de los garcías y sus nuevos héroes de barrio… ¿Y tú?
— A mí me queda el Bierzo. Hoy mismo salgo para allá. Estamos organizando la resistencia, y puede que hasta montemos un Limbo en la sombra.
— Pues si queréis una buena bomba, me llamas, ¡no hagáis el ridículo como el Kim Jong ese!
— Descuida tigre.
Nos despedimos con un abrazo. Siento sus ojos húmedos y su fortaleza dulcificada por el exilio.
— Recuerdos a Patroclo.
— De tu parte. Y a Raquel.
— De la tuya, sabes que te quiere mucho.
Ya en la calle tiramos cada uno por su lado. Y no miramos atrás. Los héroes somos así.