Mañana es San Roque, lo siente servidor por el perro Cato. Uno no puede presentarse en según qué sitios con un bulldogg inglés hijo del campeón mundial de arrastre de camiones con los piños, y es el caso. Así que le toca hacer de perro guardián de casa solitaria. Pobre. Va aprendiendo, pero todavía ladra aleatoriamente, como los ciegos que paran un taxi levantando el bastón de vez en cuando, hasta que por casualidad frena uno. Él hace lo mismo con los intrusos. Por eso en casa sólo tenemos intrusos aleatorios, y no visitas normales. Sin hablar de su obsesión por los zapatos…
Pero bueno, que nos juntamos en la viejísima casona familiar y cada uno tiene que llevar algo mientras las ranas en los charcos dicen «roque, roque». Y uno lleva las alitas de pollo porque sus gallinas las gastan como berenjenas de Almagro, y el otro un vino de su viña de casa que le «arregla» un gallego que es un artista, otro el pulpo, otro la tortilla, otro el botillo, o los garbanzos de huerta (como si los hubiese de piscifactoría) o lo que sea. Y servidor se pasado la noche en vela pensando: «¿Y yo qué llevo?»
Al final se le ocurrió que, como aunque en todas las casas españolas hay cuchillos desde hace centurias sólo uno es «el cuchillo que corta», podía llevar uno.
Lo que pasa es que luego, servidor, se ha desinflado enseguida. Sí. Porque a pesar de que el «cuchillo que corta» es para él como para un norteamericano su guante de béisbol, hay que reconocer que llegar a casa ajena (bueno: a «terreno neutral») armado de esa guisa y con estas barbas que se está dejando un servidor es como hacer apología de la Leyenda Negra. En fin, que lo sigue pensando mientras el tiempo se agota. Se admiten sugerencias; aunque llegarán necesariamente a deshora como los ladridos del pobre perro. Pero sí les promete servidor contarles la comida y cómo, finalmente, salió del aprieto (si lo hace) y otros chascarrillos al socaire. En fin, ya saben lo que se dice: que el campo o es de batalla o es pintado al óleo.