Un mal día

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Lo confiesa: hay días que se levanta a la mala, servidor. Esos días Picasso le parece un retrógrado empeñado en reivindicar el contorno, la línea que debe circundar todo cuanto desea ser identificado y que sus mayores (aunque no maestros) se esforzaban por abolir en favor de una mirada intocada por la costumbre, libre. Esos días admite que Picasso es mejor que, por ejemplo, Dalí, pero porque no pierde del todo la generosidad (sólo la paciencia) y comprende que hizo menos daño que el endiablado dibujante y sus deformaciones de lo real, propias de quien no salta si no es con una cuerda atada a los pies; y se empecina, servidor, aunque nadie se lo pregunte en que su frialdad (la de ambos) ayuda poco y confunde mucho y anima a los mediocres a ganarse un discurso. Malos ejemplos (ambos) para tantos horrorosos pupilos que nos rodean y nos adoctrinan sin pausa. Esos días no hay quien le aguante, y sólo quiere Chagall, Gorki, Baicon, Lagavulin de 16 y una voz rota como dios manda, servidor.

Se levanta a la mala porque el mundo es una especie de lapa y el universo tiene música de Chaikovski. Siente (lo siente realmente, no es metáfora) que todo está terriblemente mal hecho. Y se aburre, y se le llevan los demonios. Y quiere alzar una revolución implacable contra las patrias, los mercados, la religión, los moluscos y los pizzicatos.

Esos días (y es que ayer era uno, y domingo) el motor del pozo del vecino suena todo el día. De hecho también había sonado todo el sábado (pero el sábado tenía servidor un buen día: estaba «normal», o sea que comprendía la utilidad conjuntiva de los dos puntos, la necesidad del acompañamiento y la lucha por la supervivencia). Pero ayer todo apuntaba a que iba a pasar servidor un mal día casi perfecto hasta que, al sacar al perro Cato al camino para que hiciese sus necesidades en el jardín del vecino (no es un largo paseo), se encontró junto al portón un gran ramo de flores.

Apuró al pobre perro (algún día les hablará de él) y corrió a mostrarle la irregularidad a Raquel.

— Preciosas.

Decidimos ponerlas sobre una mesa alta, de forja, que tenemos junto a la puerta de casa para tomar el vermú (como buenos cristianos) a la hora del ángelus. Y allí estábamos mirándolas y bebiéndonos un vermú extraordinario, por vespertino, cuando sonó la campana de fuera. Eran los vecinos, que venían a disculparse por el ruido, y a explicar que cuando trajeron las flores no encontraron la cadena de la campana (no hay timbre) y decidieron dejarlas allí, sin más, pero que ahora, al volver del pueblo…

– Estábamos tomando un vermú. ¿Queréis pasar un momento?
– Bueno. Esperad, que me cruzo por un poquito de queso y una cecina…

En fin, lo dicho: que le arruinaron un perfecto pésimo día a un servidor.

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