Habíamos coincidido en cierto acto más protocolario que cultural, muy lejos de Magaz de Abajo, con algunos amigos, entre ellos el protagonista del evento de marras que, viendo que tras el aperitivo de rigor aún nos quedaba charla atrasada para rato, insistió en invitarnos a comer en uno de esos restaurantes de cocina de autor. Éramos cinco.
— Perdone, caballero. La mascarilla.
Si bien podía quitarme la mascarilla una vez sentado, debía de atravesar el salón, adornado con algunos cuadros presuntamente en venta, con ella puesta. Me pareció muy bien (la verdad es que a menudo necesito que me recuerden unas normas que no olvido por desinterés, sino por falta de ejercicio). El tono, sin embargo, dejó en mi cabeza una reverberación moderadamente autoritaria que me inquietó un poco, como si la frase no hubiese salido de la boca de un mensajero responsable y atento, sino de la de su mismísimo autor.
Una camarera nos trajo la carta. Como me resultó imposible leerla sin mis gafas de cerca (no suelo llevarlas si no voy a hacer la compra, o a comer, o al banco, o a leerle poemas en voz alta a media docena de curiosos desinformados) decidí ponerme en manos de la mayoría.
— Yo tomaré lo mismo que Raquel –dije añadiendo algún comentario sobre la mediocridad de los cuadros expuestos.
No sé si porque en ese momento empezamos a discutir si sería mejor tirar de carta o de menú (a mí el menú me valía) o pedir algo para compartir y un segundo al gusto, o porque íbamos un poco más vestidos de lo que, por mucha estrella Michelín que el local exhibiese, exige una comida veraniega, apareció de repente un joven enmascarado y vestido de chef que le dijo a la camarera:
— Yo me ocupo.
Reconocí la voz y decidí que la camarera era encantadora. El joven nos saludó y nos puso en antecedentes sobre su filosofía de la vida, su historia personal y su particular genio culinario, pero yo estaba echando de menos a la camarera y confieso que no le presté atención. Craso error.
«El que recibe a sus amigos y no presta ningún cuidado personal a la comida que ha sido preparada, no merece tener amigos», dijo Savarin. «A la comida», dijo.
El joven hizo entonces algo que me sorprendió, por arrogante, por innecesario y por incómodo. Se dirigió directamente a mí y me preguntó:
— ¿Qué le parecen los cuadros?
— Regular.
— Bueno, es su opinión…
— ¡Exacto! –le interrumpí– Me la ha pedido y se le he dado con sinceridad. No tengamos ahora una conversación sobre arte moderno.
— Eso se lo concedo.
A continuación de «concederme» que puedo tener una opinión nos sugirió que abandonásemos nuestras dudas y nos sumergiésemos al unísono en su especial menú de degustación para neófitos de rango medio. Todos estuvimos de acuerdo. Error generalizado, porque el joven chef ya no se separó de nosotros, físicamente, hasta que salimos por la puerta y de mí, espiritualmente, hasta hoy que he decidido conjurar su blanquecino ectoplasma redactando estas líneas.
El primer plato que se nos sirvió constaba de una tabla de cerámica con una pequeña magdalena barnizada en su parte superior a la izquierda y un platito con una mantequilla rosada y un cuchillito de madera a la derecha. Mi rápido cerebro comprendió, en ausencia de más utensilios, que debía de coger la magdalena, morderla y untar la mantequilla (de pimientos) sobre el pedazo restante; lo cual hice con tal celeridad que me adelanté a las instrucciones que el chef había empezado a dar al resto de comensales junto a ciertas explicaciones metafísicas, lo cual no le pasó desapercibido. La verdad es que me gustó más lo que comí que lo que oí; pero no se lo dije, porque me dio la impresión de que podía tomárselo a mal.
Nadie quiere que le escupan en la sopa de un restaurante con una estrella Michelín.
Cuando íbamos por el cuarto plato ya sabíamos que la saga de genios comenzó en la carretera de Burgos, a la altura de Podemales, que la madre del chef era francesa (lo que explicaba la presencia de mantequilla aquí y allá), que el nombre del restaurante, en chino mandarín, significaba «placer», que su concepto de la cocina era a partes iguales sensual, artístico y nutritivo, que su compositor favorito era Mozart y que no tenía abuela. Me prohibí señalarle que no íbamos a comérnoslo a él.
Era consciente de que mi actitud no estaba siendo muy colaborativa. Pero yo no quería una exhibición de ego, sino una comida con los amigos. No estaba extrañado, porque al fin al cabo vivimos en una época que pone al político antes que a sus políticas, al artista antes que sus obras, pero empezaba a estar incómodo y cuando el mismísimo chef se acercó por mi derecha con una cuchara y una fuentecilla para añadirle un líquido blanco a mi medallita de ternera (sorprendentemente rodeada por cosas que no se comían) no me pude aguantar.
— ¿Qué es?
— Mayonesa –respondió con la obvias intención de sorprenderme.
— No, gracias.
Dudó. Dudó y dudó mucho, y estuvo a punto de ponérmela (lo sé, sentí su odio en la nuca) de todos modos, estuvo, de hecho, a punto de golpearme, tenía ganas de golpearme porque no estaba dispuesto a reconocer que se podía llevar la contraria a da Vinci si el placer estaba en juego; pero, por una vez (dos, si contamos la de los cuadros) recordó que era yo el que estaba comiendo y que lo hacía para mí, no para él. Tenía (por si hubiese insistido) preparada una pregunta que hubiese provocado la guerra total:
— ¿Lleva mantequilla?
La verdad es que lo que estábamos comiendo estaba rico y también que no pudimos disfrutar de esa conversación pendiente que nos debíamos, porque hicimos una mala elección que nos condenó a presenciar un show no solicitado y mirar de reojo, con envidia, a las otras mesas. Pero a cambio teníamos delante a dios en persona explicándonos la magia de una creación que hizo posible la bendición Michelín, esperando un baño de admiración sin fisuras que no consiguió (que habría conseguido en ausencia, dejado a la camarera hacer su trabajo). Patán.
Del gusto al buen gusto hay un trecho tan fino como al malo. Del ego a la sala hay un fracaso si lo que estás cobrando, muy bien, es que te escuchen hacerte una excelente crítica a ti mismo. Un buen cocinero cata la comida y cata al comensal, y este comensal, epicúreo, no estaba para narcisismos.
Para ser justos: si hubiésemos entrado peor vestidos, si no hubiésemos escogido el menú degustación, si hubiésemos insistido en que queríamos ser atendidos por la camarera (¿nos pudo alguna forma de vanidad que no conozco?), si hubiésemos sido unos snobs… quizás hubiésemos disfrutado de la comida como en cualquier restaurante con tres estrellas Michelín en la mejor capital europea. La culpa fue nuestra, particularmente mía.