Llegó a casa cansado, un servidor, y antes de nada aclaró el botijo, lo llenó y se echó un trago ni largo ni corto, no por curarse la sed, que no tenía, ni por refrescarse, que no le hacía ninguna falta, sino por recuperar sus familiares peso y volumen, por sentirse a sí mismo. Enseguida se preguntó si ese fondo de tierra verdadera que el barro transmite al agua y esta al cuerpo sería defecto o virtud. Servidor se enfrentó a las dos únicas respuestas posibles: la cínica y la ingenua y, superado por ambas, decidió consultar al oráculo, se sentó frente al ordenador, entró en Internet, miró el correo electrónico (vacío), leyó la prensa (corrupción) y acabó tecleando en su buscador favorito la palabra «botijo». El resultado no fue tan irrelevante como se esperaba. Resulta que hay una botijopedia, y un museo del botijo en Villena (Alicante) cuya página en Facebook tiene el doble de simpatizantes (91) que un servidor en la suya.
No es Twitter (porque nos dé una voz igual de larga a todos; aunque luego los periodistas se ocupen de ponernos a cada uno en nuestro sitio primando las opiniones filosóficas de Bisbal o de Ramoncín sobre las de cualquiera de esos autores alemanes a los que nadie entiende), ni es Facebook (porque nos dé la posibilidad de construir un relato de citas y sobreentendidos, un centón cuya enjundia convendría estudiar), tampoco son los numerosos blogs que se esfuerzan en la transición de la literatura menor a un formato más apto y entreguista (nadie va a tomar por literatura seria nada que se escriba en Internet mientras no se resuelva el asunto de los derechos de autor, porque no lo será), lo que hace de la Internet una cosa revolucionaria sobre la que u opinas o eres tonto. Es el tiempo que nos reclama. El tiempo y cómo lo distribuimos es lo que, como sociedad, nos define. Internet reclama cada vez más tiempo. Hasta un servidor, aunque ya tiene sueño, se lo concede.
Servidor abrió también Escuela De Letras en Facebook, hace ya un tiempo, y ha constatado lo siguiente: si cuelga una noticia según la cual la película llamada Autrement, la Molussie rodada en soporte caducado es digna de admiración obtiene un me gusta de un gafapasta canadiense, si publica que Espido Freire dice que nos gobiernan tarados tiene garantizados doce parabienes de gente normal (aparentemente). Eso no significa que Espido Freire sea mejor que Nicolas Rey sino que Internet no es distinta, tan sólo otra manera de exponernos a lo que somos. Eso sí: da protagonismo gratuito (en apariencia), lo que la hace parecer más democrática. Pero si alguien está esperando que la Red destape al genio que necesitamos se equivoca: lo más que Internet nos descubrirá es que depende de nuestra ignorancia o de nuestra formación tanto como el mundo físico lo hace. Por cierto, Espido Freire tiene 56 veces más admiradores que un servidor y muchos, muchísimos menos que El rincón del poeta… Poesía y pensamientos (14.870).
La utilidad de cualquier red social se basa en ese premio menor, acumulativo, definido por la cantidad de reacciones (simples) que cada comentario, cita o sugerencia provoque. Crea una falsa sensación de aceptación. Esa es la parte mala, que fomenta el autoengaño; la buena es que Facebook permite construir un relato, y eso siempre es estimulante: servidor puede orientar al mundo a través de su estado de ánimo limitándose a seleccionar de entre las muchas noticias disponibles aquellas que reflejan una realidad palmaria, es decir: servidor puede manipular la información disponible a favor de una ideología. Puede hacerlo o puede leer el de otros. No es ironía: ciertamente la selección es una forma de relato, y dice muchas cosas, pero si intentas que ese relato triunfe debes “conectar” con esa “marea silenciosa de pensamiento” formada por tanta gente que en vez de hablar, dice “me gusta”. Y así como Walter Benjamin hizo su tesis sobre los horóscopos deduciendo de ellos qué era lo que le preocupaba a los ciudadanos de la época, Facebok deberá ser estudiado por las generaciones futuras como exponente de nuestra angustia. Pero pecamos de ingenuos si creemos que Facebook nos permitirá modificar algo. Está hecho para servir a un propósito populista, va detrás y no antes de lo que la prensa ya sabe y sólo deviene en experiencia satisfactoria si le ríes la gracia a la opinión previamente difundida.
Lo que es evidente es que, por mucho que se esfuercen los activistas en ver a las redes sociales como una suerte de utopía, por más que éstas «vendan» el hecho de ser una vía de comunicación capaz de organizar revoluciones y modificar conciencias, no son más que otra forma de canalizar una reacción que, en la vida real, sería infinitamente más perturbadora. No son del todo inútiles, obviamente, pero quienes más han ganado finalmente con la primavera árabe, o con la Spanish Revolution, se llaman Mark Zuckerberg y Jack Dorsey, dueños y señores de lo que fluye. Por regla general, las llamadas redes sociales, desengañémonos, no son más que publicidad, en el caso más respetable, o narcisismo, en el más patético; como la vida pública, con el agravante de que en ellas todo es público.
Viene todo esto a cuento de que estuvo servidor en su pueblo, Magaz de Abajo, hablando de cultura en una feria a propósito, y al llegar el turno de preguntas le sorprendió encontrarse con un general interés por la influencia que las redes sociales han tenido, o tienen o tendrán en la difusión de la sensibilidad. Alguien incluso le preguntó a servidor si era capaz de negar lo importante de la labor de Facebook en la difusión de la poesía. Lo hizo como si se tratase de un hecho probado que servidor, sin duda, ignoraba por culpa de alguna tara inconfesable. Servidor pudo percibir la pena que su escepticismo causaba a aquella persona tan sensible. Al terminar, en corrillos, sólo se hablaba del pacto entre el PSOE y la oportunista formación IAP, de Ismael Álvarez, el condenado por el caso Nevenka, una operación apresurada que a servidor, que es de izquierdas de toda la vida y que no cree en la gratuidad de nada, le parece obscena y nada sólida. Quizás por eso, para agarrarse a algo, terminó por comprar el botijo, tan contundente en su sencilla perdurabilidad, tan fiel a sí mismo y tan cuerdo ahora, intemporal en su esquina, esperando a que una copita de anís en el agua le saque el sabor a barro.