A servidor, condenado por los efluvios televisivos, le resulta cada vez más difícil no ya pensar, sino resistirse a demostrar su habilidad para vivir sin hacerlo y lleva días cayendo en la tentación. De repente, deja el tenedor suspendido en el aire con un humeante bocado de bonito en salsa de ñoras y, por ejemplo, dice respondiendo a una pregunta de Raquel sobre Messi: «El día que menos te lo esperes en el Vaticano se instaurará el bipartidismo»; o se detiene en mitad de su poda de frutales y dirigiéndose con gran seguridad al atolondrado perro Fiel le comenta lo mucho que le extraña que la Universidad Camilo José Cela no haya nombrado doctor honoris causa a Iker Jiménez. Otra cosa que le ocurre es que empieza a encontrar sencillísimo enemistarse en lo más profundo de su corazón con la gente que, a pesar de los pesares, seguirá votando a los explotadores del PP y, al mismo tiempo, comprar en Zara. Igualmente, Servidor ha empezado a tener ideas prístinas (lo que es una novedad, desde luego) en forma de contundentes visiones sobre el futuro que nos espera. En el futuro, así lo ha visto un servidor, lo moderno será ser imbécil y dejarse golpear por los líderes será lo más moderno. En el futuro nadie que siga creyendo que dos más dos son cuatro podrá entender los presupuestos generales del Estado (que, por otra parte, y para evitar males mayores, serán secretos). En el futuro se votará con dinero (las ranuras de las urnas serán lo bastante anchas) y no con esos papelitos que son un lío. Todo esto lo contempla un servidor sin embargo de saber que, por lógica, el futuro no puede ser juzgado con imparcialidad por un pobre.
— El futuro es el resultado de la atención bien empleada, sentencia Pangur.
Para un gato es normal ese discernimiento entre lo inevitable y lo provocado que diferencia el futuro del fracaso, pero los seres humanos hemos olvidado (por culpa de la televisión) que la intencionalidad no sólo depende del tiempo, sino que negocia con él. El problema de la realidad es que hay que leerla como se lee a un clásico y explicarla como se explica a un contemporáneo. Y la tara de los seres humanos modernos es que hemos prescindido de la gimnasia intermedia (simbólica, lógica, metafórica o simplemente volitiva) necesaria para semejante ejercicio y, en vez de reflexionar como vándalos, nos indignamos como amebas. Pero ¿qué es lo que nos indigna?
— ¡La información!
— Sí, ya. Pero además…
— Perdona, es que no te sigo. ¿Cómo «además»?
El otro día, servidor escuchó a una señorita que comentaba los misterios del Universo y su relación con el gobierno en la sombra (ya le gustaría a un servidor poner a la sombra al gobierno) en uno de esos canales de Youtube en los que los pobres pueden adquirir cultura, decir que se sentía «desconsternada» ante tanto y tan enigmático encubrimiento. Y no le faltaba razón porque, al no poder pensar, nos abismamos y pasamos inmediatamente de la laguna mental insalvable a la indignación a tumba abierta que todo el mundo comprende, pero que es una forma casi hedonista de «desconsternación».
Por eso a servidor, a quien no deja de sorprender que todo lo que el ser humano ha construido para su felicidad haya acabado siendo propiedad privada tan fácilmente, le encanta enterarse por la prensa de que más de 70 expertos («e intelectuales», dice la noticia por si algún asistente no fuera experto en nada concreto), van a juntarse en Puebla (México) y a pensar ideas peligrosas para cambiar el mundo. Servidor, que acaricia unas cuantas y que está convencido de que sólo quienes pueden hablar están a salvo, quiso ir y, siguiendo con paciencia la vía reglamentaria, solicitó su invitación, pero por lo visto hay que ser fiable.
— No te habrás desconsternado por eso.
— No, o sí. La verdad es que me da igual… o sea, no.
— Vete al guano. Deberías estar feliz. ¿No ves que eso es una iniciativa de la CIA para adelantarse a cualquier ocurrencia susceptible de amenazar los planes del capitalismo occidental? Ignorante. Lo mejor es que nos quedemos en casa y pensemos nosotros algo realmente malo, malo, malo. Sin contárselo a nadie, que hay mucho espía.
— A nadie.
— Mucho espía.
Servidor no sólo empieza a claudicar sin esfuerzo ante las barrocas fintas conceptuales de su gato, sino que (con perdón de Ernst Poeppel) ni siquiera necesita beber para que el mundo le parezca un lugar movedizo en exceso, a menudo borroso y (tomado en serio) nauseabundo, le basta con oír a Juan Rosell, o a Britney Spears…