Vida y muerte

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Prefiere servidor, y le entretiene, decir las cosas con un poco de retórica. Le ayuda a tomar con su interlocutor una distancia de mutua seguridad semejante a la que mantiene con el objeto aludido. No es que lo que dice servidor no sea, a su vez, servidor, sino que servidor y su lenguaje necesitan mantener cierto juego de tira y afloja para no fosilizar (ni fosilizarse en) lo que tratan.

Viene todo esto a cuento de que hoy quería servidor hablar de la vida (ya ven) y su lenguaje se empeñaba en hacerlo de la muerte (ya ven) como si no fuesen dos cosas del todo irreconciliables, y si servidor se preguntaba por el tema de la vida (¿cuál es el tema de la vida?) su frase giraba de repente a medio camino entre cabeza y lápiz para desembocar en ese tópico incorregible que todo lo vuelve negro como la conciencia limpia de los sumisos.

Pero, ¿cuál es el tema de la muerte?, ¿de qué trata? y, sobre todo, ¿por qué debería el lenguaje tener el más mínimo interés en ella? Claro que, por esto y aquello, la vida nunca se ha considerado un punto de llegada (sino más bien un plano, como una página o partitura) y, en consecuencia, carece de la seguridad expeditiva y contundente que exhibe sin clemencia su competidora. No se puede decir del cobarde que vive muchas veces, ni de la vida que es un sueño sin sueños… Aunque sí puede corregirse a algunos ilustres escritores (y pensadores) y considerar la posibilidad de que un bello vivir honre toda una muerte o de que ni el sol, ni la vida puedan mirarse con fijeza…

Es cierto que la vida, por mucho que deslumbre, rara vez llega a cegarnos, lo que sí hace la muerte, con pobres y ricos, listos y tontos, hasta el punto de habernos obligado a imaginárnosla más allá de cualquier invención razonable como si de un lugar se tratase. La vida sí es un lugar.

Es decir: la vida, su tema (ideal), es la domesticación del cambio, su transcurrir sin angustia. La muerte es precipitación, sin embargo, velocidad, urgencia (embargo). Y, en efecto, hay quien vive como si llegase tarde a morirse. Servidor no es de esos; aunque debe reconocer que vivir como Lou Reed para morir haciendo Tai Chi (como Lou Reed) no es una posibilidad que fuese a despreciar si se la ofrecieran. No es un lugar, la muerte, sino un punto, y es un buen punto morir haciendo Tai Chi, es un punto bien definido en el horizonte, un blanco fijo. No es poético, como morir ahogado intentando besar el reflejo de la luna en el agua, pero es más elegante que hacerlo jugando al paddle, más íntimo y más respetuoso con ese tirador que, al no existir, no puede fallar.

Como un mar, alrededor de
la soleada isla de la vida,
la muerte canta
noche y día su
canción sin fin…

recitaba allá por albores del siglo XX el cursi Rabindranath Tagore a quien, incomprensiblemente, no tiraban piedras, y veinte años más tarde, otro poeta (español) al que, aunque bueno, si que tiraron alguna que otra (un traductor del primero la primera), escribía sobre la vida que, «cansada de los sueños y los delirios tristes», desea

Volver a la morada
Suya antigua. Y unirse,
Como se une la piedra
Al fondo de su agua,
Fatal, oscuramente,
Con una tierra amada.

Quizás, sólo quizás, toda vida tenga algo de nostalgia del exilio y quizás, sólo quizás, toda muerte tenga vocación de regreso. Y quizás, poniéndonos musicales por una vez, la vida sea el tema y la muerte el motivo. Nota: los elementos de los que se compone un motivo reciben el nombre de células. Dicho lo cual (células) la analogía musical debe momentáneamente tomarse el pulso y ceder la palabra a Epicuro que, en la versión tiraflojista de un servidor, vendría a reafirmarnos en que la vida, injustamente celebrada como el mayor de los regalos, no es, en realidad, nada impropio. No se recibe o se da, y allí está mientras estemos: ni adelanta ni atrasa.

Algunas vidas, como tal o cual pieza de Jazz para el profano, terminan inesperadamente; otras, más filosóficas, no lo hacen nunca antes de resolverse a sí mismas. Las hay desafinadas (de advenedizo), machaconas (de verano), sublimes o pateadas, técnicas, peligrosas, inútiles, despistadas y hasta de compromiso y de poeta…

Cómo y por qué
mueren los poetas
es algo que infunde tristeza.
Unos dan un tumbo
por el monte del Dinero,
otros se ahogan en cerveza.
Otros se pierden
en alta mar, o se enamoran
de brujas tiranas,
pero algunos logran
vivir largamente,
y en Jauja, como Papas.

Lo escribió Robert Graves, a quien, según se ve, le pasaba lo que a un servidor. Como fuere: paséanse las vidas en torno al esperadero, llenas de prevenciones y de ojos y oídos sin necesidad. El imposible tirador se ocupa de que todas le vean, de que ninguna quede inacabada.

Servidor se encuentra a gusto en su bagatela, por cierto.

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