Decía San Ambrosio que quien pregunta con mala intención no merece conocer la verdad. Servidor lo dice a cuento de la disparatada polvareda que ha levantado recientemente la opinión de su amigo Gamoneda sobre la figura de Mario Benedetti (descanse en paz) y sobre, y eso ha sido lo malo, su poesía. Gamoneda respondió con honestidad y modales de buen norteño a una pregunta con trampa -¿por qué no le preguntaron por Antonio Pereira (descanse en paz) o por Javier Ortiz (descanse en paz)?- y recibió a cambio una pensada colección de insultos. Y es que la buena educación se mide precisamente por la manera de perderla.
Tampoco a servidor le gusta la poesía de Benedetti; lee en ella un discurso comprometido a su modo, medido con recta vara y rimado con esmero de buen letrista, pero sin más profundidad poética de la que la sentimentalidad sustituye, como siempre, con ese suspirar sin triunfo que tanto envidian ahora los poetas más fasionables.
La viga en el ojo. Ya saben. Hoy estaban en un bar, Raquel y un servidor, cerca de casa, charlando tranquilos de lo guapa y divertida que está Martina (a la que acababan de ver jugando con sus papás en Tirso de Molina) cuando ha entrado un grueso ser no mal vestido, pero desaseado y oscilante y se ha puesto a hablarse a sí mismo muy alto, demasiado alto. No decía nada coherente y entre sus incoherencias, de vez en cuando, rodaba alguna inculta maldición, o algún improperio contra el tercer mundo, o un grito al aire…
– ¿Podría bajar un poco la voz?, estamos hablando… le pidió servidor haciendo un gesto de pizca con los dedos e intentando un rostro entre molesto y sonriente.
– «Por favor»… Las cosas se piden por favor, respondió el imbécil con voz grasienta.
Naturalmente servidor se levantó de inmediato para estrellarle en la cabeza cualquier cosa que se encontrase por el camino, pero Raquel lo paró en seco, puso cara de «déjame a mí», dio un paso hacia la izquierda y le dijo en voz baja al manatí:
– Usted no va a bajar la voz porque se lo pidan por favor, usted va a bajarla porque es un hombre bien, bien educado. ¿Verdad?
– Hecho, señora.
Luego Raquel levantó la mano extendida a la altura de la cintura, con la palma hacia el suelo, y dió con ella un par de golpecitos al aire mirando a un servidor. Una situación se puede llevar de muchas maneras, ciertamente, y aunque a servidor le seguía apeteciendo estrangular con su propia cadena al retrete humanoide, lo dejó estar.
A lo mejor Gamoneda podía haber respondido a la pregunta sobre Benedetti diciendo algo como «tendrá usted que comprar la segunda parte de mis memorias», o, también, podía haber mentido. Al fin y al cabo la franqueza es una virtud mientras no sea inútil. Ya en casa, disfrutando del escaso frescor que un par de ventanas abiertas logran robarle a la noche, que quiere lluvia, a servidor le han informado por teléfono de la muerte de Rafael Conte, un viejo amigo y un crítico literario que, si bien se amoldó finalmente a las leyes de la influencia, enseñó a leer a un par de generaciones de españoles cuando este país más lo necesitaba.
Hombre de afectividad ruidosa y enciclopédica, caprichosa y autoritaria, de los que no perdonan una buena comida casera, ni el whisky ni el puro, ni la boina: así lo recuerda servidor y así quiere recordarlo al tío Rafa, al gordito. Solía verse con él, antes de distanciarse casi sin darse cuenta (porque todos los caminos, al final, lo son de uso privado), cuando cantaba semanal tertulia en el restaurante «Belarmino» con la flor y nata y, auténtico Perurena de la reseña periodística, levantaba escritores como piedras y, también en Belarmino, cuando reuníase el consejo de la revista El Crítico. Tenía sus cosas de hombre merecedor, y su alma en su almario de frustrado poeta, y daba tanto miedo como él mismo tenía, pero, europeísta al fin (cuando leyó Cien niños le dijo a servidor: «muy bien, Suñén, ya sólo te falta ser francés») nunca hubiese afeado a nadie sólo por dar su opinión. Estén ustedes seguros de una cosa: su muerte la van a lamentar, y casi por igual, sus amigos y sus enemigos. Y eso no lo consigue cualquiera. Descanse en paz.
(Casi no termina de escribir servidor estas líneas cuando le llega la noticia de la muerte de José Miguel Ullán. Otro gran personaje perdido. Que alguien le pregunte a los adoradores de Benedetti lo que pensaban de su obra. No se puede tener todo, no es humano. Descanse en paz, también.)