Pajaritos, pajarracos

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Harto y más que harto de la campaña por las elecciones europeas, y cansado de unos candidatos que no han dicho ni una sola palabra sobre sus intenciones en Estrasburgo sino que se han dedicado a discutir, sin medida, sobre si el presidente puede o no tomar un avión oficial  y en qué casos (como si de sobra no lo supiesen, como si no hubiese ocurrido nunca, como si no lo hubiesen discutido ya o no lo pudiesen discutir en otro momento), he empezado a fijarme en los pajaritos que van y vienen a sus anchas por nuestro espacio aéreo (el de la finca) y me parece que tenemos un par de elementos nuevos (o a lo mejor no tanto y un servidor debería haber prestado algo más de atención a la autóctona fauna): la Chova y el Petirrojo. A la Chova la tengo por ave respetuosa y equilibrada a pesar de su porte entre córvido y marinero, pero me mira como a un extraño. El otro, el Petirrojo, se deja ver sin miedo y parece asumir que el invitado es él. Como algunas personas, consigue su lugar porque no insiste en ello. De talla discreta, robusto aunque de poca envergadura y sabedor de su encanto, se pone a tiro. Como si dijese: no te tengo miedo porque no te doy miedo. Se posa siempre cerca de donde estemos, en los arbustos más bajos, y se entretiene dando saltitos alrededor de la piscina como cualquier español.

Me he sentido incómodo por haber tardado tanto en escudriñar a estos habitantes de la finca que, se mire como se mire, tienen todo el derecho a su disfrute. De hecho ellos conocen mis costumbres, las nuestras, y nos han estudiado hasta el punto de que resulta raro (más en el caso de la Chova) que sus quehaceres interfieran más allá de lo insignificante con nuestros trajines habituales. Me he propuesto estudiarlos y distinguirlos, y no sólo a los pájaros.

Lo digo porque en la finca hay habitantes de todo pelaje y condición, desde gatos semimontaraces a escarabajos del espárrago, pasando por babosas, erizos o topillos. Y excepción hecha de los gatos semimontaraces, a los que odio casi tanto y por el mismo motivo que a esos acordeonistas madrileños que no hacen más que repetir un extraño bolero tangueado y más sincopado que un discurso de Hitler, el resto de las criaturas deben considerarse, en lo que a mí respecta, parte legítima y censada de nuestro humilde ecosistema. Y es cierto que me han pasado desapercibidas en su detalle y que las he tolerado bajo definiciones a todas luces humillantes, reconociéndolas en general como pajarracos, bichos o simplemente monstruos.

Ahora, mientras escribo, veo por la ventana a los carboneros posarse en las ramas del ciruelo, como reunidos para una última charla antes de dormir, como en su casa. No hace tanto que por aquí cerca se dictó cierto bando que reconocía la tierra trabajada propiedad del trabajador. Por mi parte les concedería a los pájaros ese derecho si no temiera que los gatos, por naturaleza envidiosos, lo reclamasen para sí. Los gatos son animales hábiles hasta el punto de ser capaces en unos pocos días de expulsar a las lechuzas, desplumar a los jardineros y descamisar a las culebras, y ya me veo venir el follón sindical o lo que sea. Me gusta este lugar, y no querría verlo invadido por gatos acordeonistas haciendo campaña por culpa de mi liberalidad zoológica. Procurando aplicar el tacto más exquisito (dado que se trata de sus congéneres) le pregunto a Pangur.

– Cómprate una escopeta.

Le consulto a Raquel:

– Échate un ratito, y piensa en la posibilidad de hablar de lo que estabas hablando.

Tiene razón. Hay que hablar de eso. Pero sólo se me ocurre lo de siempre: que nuestros políticos deberían ser más conscientes de que su calidad de modelo es real, deberían dar ejemplo en vez de dar la matraca, y pensar  más en Europa. Así no se verían obligados a descuerarse unos a otros para disimular que no han hecho su trabajo porque Europa les importa tres y porque además no saben. Luego se extrañarán si a votar no va nadie, y le echarán la culpa al euroescepticismo.

– Perdona. ¿Has dicho que me compre una escopeta?
– Sí. ¿Por qué?

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