Hoy la niebla ha teñido los montes durante casi todo el día, a lo lejos, sin ocultarlos del todo pero sin desdecir su poder sobre el horizonte que amaneció como una sábana puesta a secar. De esa línea hasta aquí la escala de grises encuentra y trae consigo el ocre y el verde. El ojo los atesora con morosidad, volviéndolos de tanto en tanto rojos o amarillos. No ha sido un día plomizo, el plomo tiene más azul, ha sido un día mate. El griterío de los pájaros que comenzó muy temprano, anunciando, sin duda, que el satinado llegaría no obstante, ha cesado a la hora de comer poniendo de manifiesto una melancolía que el ojo, rápidamente, fotografía para disfrutar más tarde. Ahora manda el estómago.
Hemos aprovechado la tarde, y el ocasional despiste del calor, para cortar esa mezcla de grama, trébol, ramitas secas y musgo (y alguna tímida familia de setas) que llamamos césped con una máquina que parece un tanque de la primera guerra mundial salvo por el hecho de que no camina por sí misma: hay que empujar. El azul es un color que mira, y finalmente lo hace, aparece por sorpresa y, precedido de un viento suave y breve que retira las últimas nubes, parece echar un vistazo autoritario a sus posesiones, como si no tuviese otro propósito que ese: cerciorarse de nuestra atareada presencia y, tal vez, ahorrarnos una tormenta que tampoco hubiese venido mal.
Sólo un poco después (el tiempo de una ducha y vestirse, más diez minutos de viaje en coche) cenamos con unos amigos recientes en un lugar tan lujoso como mal escogido (comida de la tierra a precio de «nouveau cuisine» y decoración dizque romana): no somos muchos, y nos conocemos poco, pero el tiempo transcurre sin pausas, sostenido por una conversación siempre animada, culta y desenfadada, divertida a ratos. Nuestros anfitriones son judíos, aunque españoles (sólo uno israelita), e inevitablemente el tema deriva hacia el hecho de que nosotros, educados en una religión que no se confunde con la raza, no compremos bien esa impregnación o disolución de categorías que en ellos resulta tan natural. A servidor le gusta su discreción, su cordialidad medida (su religión, que no es tanto un sistema de creencias como una patria de ritos, un refugio cultural), y (todo hay que decirlo) su europeísmo ganado tan a pulso como esa sensibilidad para coquetear con lo oriental. Por eso cree que finalmente se salvarán de un fundamentalismo que nosotros, también, rondamos de vez en vez como jugando a ponernos serios (y qué desagradable es ver a los compatriotas de uno enarbolando bandos de impuridad). Tras algunos reproches al presidente Zapatero, hacia el que tampoco han faltado reconocimientos, acabamos haciendo apuestas sobre quién le cortó el pelo a Sansón (que no fue Dalila, ya se lo digo a ustedes) o quién será el próximo director de Babelia, y contando chistes (verdes, naturalmente, y también de los tontos, que son siempre los mejores), probando los unos el postre de los otros y bebiendo vino con canela. Claro que volveremos a vernos, aquí o allí.
La luz se vuelve rosada en el envés de las hojas de los álamos, tras las ventanas, justo antes de caer la noche, casi absoluta que, saliendo por el sur, firma tímidamente la luna llena.
Ya en casa (la luna y Raquel se han ido directamente a la cama) demora servidor un cigarrillo, y un Zacapa centenario, mientras en la radio suena la música que Tôru Takemitsu compuso para Ran, la película de Akira Kurosawa, y cobra conciencia de que en esta soledad hay algo más, algo es tan suyo y a la vez tan extraño como esa música. Es una sensación vieja, de siempre, una voz muda que, ahora, la sabiduría de Takemitsu ha puesto en evidencia y que empuja a disfrutar de lo legítimo, y a desear comprender, aprobar y aceptar lo posible.
Raquel se ha levantado a abrir ventanas, le ha despertado el calor. Sonríe antes de darse media vuelta y es un regalo. Ella abre las ventanas y la jornada termina. La trascendencia nace ahí, nace ahí. Y servidor cree en eso, no en lo otro que viene para llenarlo, no en lo que nace para responder. En las preguntas, en eso que dicen las preguntas, cree un servidor, con permiso del cielo.