El sábado quedamos a merendar todos los hermanos, en casa de Manena. También estaban allí nuestro tío Antonio, las niñas María y Susana, Lucas ejerciendo de gamberro fiable (lo que a ellas les encanta) y las parejas de cada cual, además (por supuesto) de doña Mari. No deja de asombrarme que, a pesar del número que llegamos a reunir, consigamos, casi siempre, que estos festejos mantengan un cierto orden. Sirven para ponernos más o menos al día, reírnos del último chascarrillo de cada cual, comernos todo, bebernos todo y ver las deliciosas fotografías de Rory, el sobrino nieto americano, que tiene a Luis (su abuelo) más encandilado de lo que a un servidor su gatito Pangur.
– Son amores distintos, matiza Luis en tono comprensivo y con el bolso de doña Mari en las rodillas.
– Mira, de esa guisa y diciendo tal, me has parecido el mismísimo Savater.
– Reconocerás que no estaría nada mal verlo ejercer de parlamentario, responde mi hermano sin soltar el bolso.
No le falta razón, lo malo es que uno se imagina con quién contraatacarían otros partidos y puede llegar a temerse y mucho un parlamento con Savater, Sánchez Dragó, Punset o Ramoncín, y quizás fuese peor el remedio que la enfermedad. Pero una cosa es cierta: Zapatero debería preocuparse más de Savater que del «Público» ese que parece tan confiado en su vocación como incapaz de ejercerla, porque, llegado el momento, «Público» solicitará el voto para el PSOE, y lo hará a cinco columnas; pero Savater se lo podría discutir desde la seguridad de que, se mire como se mire, sí representa a alguien. Y más les vale a unos cuantos aprender de lo pasado y aceptar que si cada posición no dispone de su expresión política registrada y dispuesta, los votos acaban repartiéndose muy malamente, o en la papelera, o acechando al viento que es igual de peor. Zapatero ha terminado por ser ciento y la madre, lo que empeora la crisis de liderazgo (general). Y eso en política no es aconsejable. Toca hacer montones, y etiquetarlos bien.
– Es que es guapísimo, dice Raquel que no ha dejado de pasarme fotos de Rory.
Seguimos hablando de unas cosas y otras y descuerando al más pintado con la habitual destreza suñeniana para esos menesteres. Hasta que se hace más tarde para unos que para otros y, de pronto, todos estamos de pie en el pasillo, repartiendo besos y breves frases de cariño y algunos repollos y pimientos y botillos que Raquel ha traído de Magaz de Abajo para la ocasión.
– Dame un beso cuñado, dice Gracia.
– ¿Te vas?
– Yo no, tú.
– ¿A sí? Raquel, ¿nos vamos ya?
– No sé. ¿Qué hace tu Madre?
– Se está despidiendo de un repollo.
– Bueno, dice Manena, entonces a Mari la llevas tú.
– Si yo me voy a Bustarviejo en autobús, se oye decir a alguien detrás de una puerta.
– Nos vemos pronto, dice el tío Antonio.
– ¿Y mi mujer?
– Creo que ha salido con mi hijo.
– No, tu hijo está ahí tirándole pimientos a las niñas.
– Ese no es mío.
– ¿Con quién dices?
– ¿Quién?
– Mi marido.
– Pero, ¿tú quién eres?
– Yo, de la benemérita.
Cuando se cierra la puerta y los que quedamos nos vamos sentando y alegrándonos de vernos de nuevo, como si acabásemos de llegar, un señor bajito, con bigote a lo Íñigo, que está sentado junto a mi cuñada Cris con el bolso de doña Mari en las rodillas, dice:
– Pues ya ven, a mí lo de la UPD no me parece ninguna tontería.
– Ni a nosotros, le contesto en tono de preferir zanjar el tema. – ¿Pero quiere usted tomar algo?
– No se preocupe, que ya ha ido mi señora. Son ustedes muy amables. Se nota que son bercianos.
– Yo soy gallega, dice Cris.
– Es igual, casi grita el señor bajito. – Como mi señora.
– Yo soy de Cuenca, amor, dice una señora que acaba de entrar con una tortilla de patatas delante de Manena (que trae el hielo).
– ¿De qué habláis?, pregunta Manolo. – ¿De política?
– De nacionalidades, dice Luis. – Que no es lo mismo.
– Yo sí que soy berciana, dice Raquel. – ¡Qué simpático es este señor!
– ¿Y usted, señora, a qué se dedica?
– Es mi hermana, dice el tío Antonio, emergiendo de debajo de un cojín que no recordaba haber visto antes.
– Yo soy rentista y novelista, dice doña Mari arrebatándole el bolso y sacando unos folios.
Han hecho buenas migas y han charlado un buen rato de literatura hasta que, muy a nuestro pesar, hemos dado la reunión por concluida. Igual que en la despedida anterior, doña Mari aprovecha la aglomeración en el pasillo para repartir besos y abrazos que nos encanta recibir.
– ¿Y David?
– Se fue hace dos horas.
– ¿Y a doña Mari quién la lleva?
– Yo mismo, dice el señor bajito. – Nos pilla de paso…
– Quite, quite, dice Luis que vuelve a tener en su poder el bolso de doña Mari.
– Pues nada, un placer, dice Manolo, ya en pijama, dándole dos besos a la primera gallega que encuentra.
– ¿Habéis visto a Raquel?
– Besando a doña Mari.
– ¿Y las niñas?, dice Cris.
– También.
– ¿Y mi marido?, dice la tía Piedad.
– También. ¿Este tricornio es tuyo?
Finalmente hemos llegado a casa no sé cómo, tras dejar en la suya a Lucas, siendo domingo ya, con ganas de sentarnos un rato, Raquel y yo, pero nos ha vencido el cansancio de jugar con Pangur y la pereza que da una última copa silenciosa y casera. No sé ella, pero yo me he dormido enseguida. Y he tenido un sueño, y mi sueño era, por una vez y con permiso de Savater, el de Picasso: tener mucho dinero para vivir tranquilo como los pobres.