No soy aficionado al fútbol. Me entretiene, claro está, un buen partido (lo disfruto) y más si lo que se juega es uno de esos fetiches que acreditan al colectivo poseedor del mismo como mejor equipo de entre los mejores equipos del puto mundo, entonces, además, puedo llegar a emocionarme (momentáneamente) como un chiquillo. Así que vi el partido de la selección femenina. Lo vi sin darme mucha cuenta de que jugaban mujeres. Lo disfruté y hasta me emocioné y al ver la enorme alegría que la victoria provocaba en las protagonistas, el público asistente y las locutoras, decidí quedarme también a ver la fiesta. La alegría de los demás siempre me ha parecido uno de los mejores espectáculos del puto mundo.
Enseguida reparé en la diferencia entre el comportamiento de los españoles y el del resto de las personas implicadas en la ceremonia. No me refiero a la diferencia entre el comportamiento de las futbolistas españolas y el de las inglesas, que era el que se espera en tales circunstancias, sino el que se percibía entre organizadores, directivos e invitados de lujo. Pensé que quizás haber ganado el campeonato perdonaba la observancia de un mínimo protocolo. En el caso de doña Leticia, por ejemplo, percibí una alegría más propia de una mujer cualquiera celebrando un éxito de género, que de una primera dama celebrando uno de estado; lo cual, para decirlo todo, me gustó. También pensé que quizás, al día siguiente, se avergonzaría un poco; pero el momento (definitivamente) justificaba aquella explosión de sororidad.
Era una fiesta y en todas las fiestas hay un imbécil que necesita hacerse notar. Las papeletas para esa rifa las tenía todas un individuo grande y calvo frente a cuya penetrante sonrisa y desencajada mirada, como a través de cuyas grandes manos y fuertes brazos, debían obligatoriamente pasar las festejadas jugadoras sin excepción. Comunicaba propiedad, el calvo, posesión, como si fuera él quien pagara la cuenta, pero no era discreto. ¿Recuerdan cuando Franco movía los labios como un ventrílocuo mientras Carmencita mandaba un mensaje a los niños del puto mundo? Eso fue discreto.
Él sabía que la cámara (por proximidad, pues a la cámara no le interesaba él) le enfocaba y que eran las futbolistas sus carmencitas, como la reina, como las mujeres todas del puto mundo. Él se demoraba en sus efusiones, demostrándolo; pero no parecía seguro de que lo que él tenía tan claro lo tuviese tan claro el público, así que aumentó la apuesta. Yo hubiese pedido su dimisión aunque no hubiese besado a nadie. Por zafio, por vulgar. Por enseñarle qué es ser español (según él, según los suyos) al puto mundo.
Un hombre, una persona honesta consigo misma para la que la identidad y el carácter no sean cosas tan simples como lo es la patria para los votantes de Vox o la audiencia para las televisiones, habría hecho una reflexión verdadera (que, si no idéntica sí equivalente, el que escribe ya hizo en su momento, como muchos de su edad, para no perderle el respeto a lo que aún pueda ser de sí mismo) y habría dado cuenta con sus actos de lo que le reclama la evidencia desde que se puso tan claramente en evidencia ante los ojos del puto mundo.
En vez de eso, el calvo miente, retuerce, ensucia, se reinventa a sí mismo como un león melenudo que, acorralado entre sus propios excrementos por mentirosas calientabraguetas feminazis y felones estalinistas, va a vender cara su dura piel, viril, agarrando con una mano la bolsa del dinero ajeno que administra a su antojo y sus nunca suficientemente publicitados genitales con la otra. Me da vergüenza que sus argumentos funcionen, que sus pretextos sean aplaudidos, que pueda encontrar la forma de escapar en algún tipo de razón irracional, chusca. Por cierto: me extraña que nadie parezca darse cuenta de que, si existió, hasta la pregunta –¿un piquito, Jenny?– es impropia, inoportuna, incómoda, agresiva. No tiene razón. No tiene razón. No tiene razón. No tiene razón. No tiene razón y va a perder; pero mientras aguante el gesto tiene la fuerza de esa mezcla de venganza, cobardía y orgasmo que en su cabeza parece un coco que nos asusta; tiene eso y la atención (que aprovechará, porque es un aprovechado, obviamente) del puto mundo.
Va a perder, sí: va a perder aunque gane. Pero (porque lo que he aprendido desde que decidí ver ese partido hasta hoy es que lo visto nos implica y retrata, que importa como una vindicación y significa como una oportunidad) debería de perder, específicamente, para que le ganen otro campeonato, quizás más importante, al puto mundo las campeonas del puto mundo.
Hay quienes no lo entienden, quienes apelan a la emotividad del contexto o señalan (como podría hacerse de absolutamente todo) que al hablar de esto no se habla de otra cosa o que al luchar por esto se deja de luchar por aquello. Como sea: lo de Rubiales (que así se llama el calvo) es bochornoso, cercano, significativo… y normal, sobre todo normal. Por eso ha puesto de acuerdo a tanta gente. Que acabe convertido en un circo mediático es también bochornoso, cercano, significativo… y normal, sobre todo normal. Pero podría ser revelador, podría estar mostrando un cambio resistente (y ese es un miedo que acecha tras cada matización, revisión, contaminación o repulsa de la condena unánime) en nuestra forma de ver el puto mundo.
P. S.: Lo que (tras lo obvio) importa es que todo el mundo habla de Rubiales y que lo que podría resultar cansino (a primera vista) es, sin embargo, alentador: nunca hubo tanta unanimidad ni fue la condena a una agresión machista (ni a las muchísimas más graves) tan socialmente cohesiva (eficaz). Una reacción así es motor de cambios y, por tanto, ha de ser festejada, alimentada y respondida con opiniones, análisis, sugerencias, denuncias y decisiones, grandes decisiones que (incluida Arabia Saudí) impliquen al puto mundo.