Leo y escucho y vuelvo a leer y a escuchar que Bibiana Aído se propone, febricitante tal vez de resultas de un ataque de contenido ministerial, retirar de la educación infantil, por sexista, algunos cuentos de los de toda la vida, de esos que (por algo será) se llaman «de hadas». Algo que parece haberle enfadado a todo el mundo. Hasta a Vicente Verdú, que en lo tocante a tranquilidad y paciencia es el Butragueño de la cultura española, le he notado enfadado con este asunto. Y es que no es para menos.
Siempre pensé que tanto Blancanieves como Cenicienta eran dos víctimas de la envidia de la clase alta. En ambos cuentos leo, sin esfuerzo, el desprecio por el prestigio estético de quienes sólo poseen el económico. Blancanieves, que vive en sintonía con las discretas y humanas fuerzas terrestres, producto y a la vez reflejo de los tres colores lunares (blanco, rojo y negro) sólo puede ser odiada por la frustrada y narcisista reina versada en disfraces, sortilegios y pócimas terribles pero a la postre incapaces de torcer la voluntad de la misma naturaleza que, evidentemente, desean quebrantar. No veo en el cuento más sexismo que el que el cazador demuestra al salvarle la vida a Blancanieves, si es que le salva la vida por ser mujer y no por ser niña, que es lo que me parece a mí haber entendido. Tampoco veo sexismo en la actitud de los enanitos que, tan cortésmente, le ofrecen a la joven princesa para ganarse el sustento la única vacante de que su empresa dispone. Y el príncipe no la besa mientras duerme, que conste, eso es en la Bella Durmiente, la tercera en discordia (cuya versión machista -por cierto- es la de Perrault, no la de los hermanos Grimm), el príncipe se enamora de una figura muerta en su ataúd de cristal como un perfecto caballero surrealista y es un tropiezo en el camino, y no un beso, lo que la devuelve a la vida… Que Blancanieves represente la primavera y que todo el cuento pretenda ser una paráfrasis del mito de Perséfone (como el de la Bella Durmiente podría partir del Juicio de Paris) es más que defendible. Especialmente si atendemos a la primera frase (abrumadoramente poética) del texto original: «Había una vez, en pleno invierno…»
La reina, dice el cuento, se dedicaba a la costura cuando se pincha accidentalmente dando lugar a lo que ocurre después (también se pincha hilando la Bella Durmiente). Pero la rueca ha sido siempre un símbolo del poder matriarcal. Sentada junto a una rueca de oro aparece Helena de Troya cuando Telémaco, en busca de su padre Ulises, se detiene en la casa de Menelao en Esparta…
Quizás doña Bibiana Aído quiera suprimir también de los programas académicos el canto IV de la Odisea, e incluso toda ella, y ya puestos la Ilíada, por sexistas (¿habrá leído estas obras, porque Blancanieves ya veo que no?). O quizás doña Bibiana Aído quiera repensarse mejor su candoroso realismo y entender que los textos, por muy infantiles que se declaren, están ahí para ser comentados y analizados por los educadores (no para ser ocultados), y que a lo mejor es su exceso de celo quien le guía en una lectura sesgada (y tardía) de relatos cuya raíz se enreda en los orígenes de la cultura occidental y no en aviesas intenciones contrarrevolucionarias. A un servidor, de hecho, siempre le pareció que Blancanieves era un poco de izquierdas, ya ven.
Perdóneme, señora Aído, pero voy a contarle a usted un cuento que sí debería de ocuparse de corregir: «Érase una vez, hace muy, muy poco tiempo, una valiente, inteligente y prometedora periodista que conoció a un apuesto príncipe de un país hermosísimo y democrático en el que las mujeres no podían heredar el trono. Se enamoró de él, como no podía ser menos, y dejó a un lado su carrera y su prestigio profesionales con tanto trabajo ganados para casarse con él, en plena lluvia, y vivir con él en un suntuoso palacio pagado por todos los súbditos de aquel país hermosísimo y democrático y dedicarse a lo que sea que se dedican las princesas en estos tiempos tan diferentes de los de los cuentos mientras intentaba, sin éxito, darle a su regio esposo un hijo varón que pudiese, algún día no muy lejano, heredar el trono de aquel país hermosísimo y democrático e incapaz de rechistar.»