Padece uno por enésima vez, quizás sin más motivo que el aburrimiento que la lluvia a destiempo receta de cuando en cuando a las personas normales, uno de esos vídeos que, con el imperativo propósito de explicar la naturaleza malvada y bajuna de Podemos a los escasos infelices que aún no la conocen, muestran en sucesión algunas grabaciones de un Pablo Iglesias que aún no necesitaba ser más moderado que inteligente, y descubre un par de cosas que le obligan a reflexionar: la primera (importante) que es adulto, la segunda (consecuente) que esa libertad para hablar sin complejos de cómo el terrorismo era un producto de políticas injustas y represivas, o del ejemplo que de ciertos países latinoamericanos podía extraer una Europa excesivamente focalizada en la macroeconomía, la estamos olvidando ante un enemigo que lo es, en primer lugar, del pensamiento como expresión democrática. Estaba entonces Iglesias, claro, en otra situación, no en esta que parece obligar al recién llegado a discutir los temas de la predilección del veterano antes que los razonables.
Por otra parte, lo que nos importa a quienes hemos frecuentado más habitualmente la lectura que la televisión, es a dónde nos conduce un discurso que se compromete, y con el que nos comprometeremos si aborda la peripecia de los seres humanos desde un punto de vista creativo, o sea: capaz de hacernos dudar, de reabrir, reconsiderar y enfrentar lo que creíamos zanjado, o sagrado.
Empezamos a perder identidad en el mismo momento en el que es el enemigo el que marca los temas a discutir. Deberíamos de estar hablando de redistribución, de ecología, de agricultura, de cultura, de deuda, de suficiencia energética y de supervivencia saludable en el territorio (la próxima gran batalla será la batalla por la belleza del territorio, ha leído servidor en algún sitio), de la OTAN o del TTIP. Pero hablamos de Venezuela (o de carbón, o de fútbol) porque los poderes que tienen la sartén por el mango, ciegos a otro modelo productivo y de convivencia que no sea el de su ambición destructiva, han conseguido arrastrarnos a su tablero.
¿Cuándo decidimos que existen asuntos sobre los que no está permitido pensar?, ¿de verdad desautoriza a un político defender que el progreso sólo es sostenible si su objetivo es la prosperidad compartida? Hay reflexiones que es necesario hacer y hay discusiones que es obligatorio tener, entre otras cosas, porque el peligro al que se enfrenta la nueva política es al de acabar arrastrada a ceder su propia lógica bajo la presión de la agenda pública del poder y las facturas del éxito. Hemos visto ya demasiados casos.
Servidor supone que Pablo Iglesias ve esos vídeos no sólo desde el desdén de lo que falsean (con descaro) sino también desde el interés por lo que muestran: que se tiene derecho a pensar (y por tanto se debe pensar) sin límites interesados, sin categorías castrantes (o castrenses), como garantía de que los temas a debate no los marca la ansiedad de quienes han quemado de sobra sus rancias consignas sino la necesidad de quienes carecen de titulares. No olvidamos de dónde venimos.
Ese relato, siempre viejo y permanentemente armado, contra cualquiera que decline el menú de los asuntos políticamente benditos, es un falso escenario, una fantasmagoría de la que hay que escapar. Sincronizar nuestros relojes con los de aquellos que han clavado sus pies al entarimado es regresar al aburrimiento, plegarnos a la modorra de los lactantes del petit franquismo, perder la iniciativa y la sorpresa y, en consecuencia, retroceder décadas en días, si no siglos. Hablemos de lo que urge hablar, pongámonos en hora. Movamos la discusión, con energía, hacia las verdaderas diferencias, sin distracciones, sin intoxicaciones.