Nada es igual a sí mismo, salvo que empiece y acabe en el mismo sitio, lo que es imposible tal y como Einstein dejó sobradamente demostrado. La música, por ejemplo, que con independencia de que haya quienes creen que empieza y acaba en Schubert o en David Bowie, o en Rosalía o en Bach, no deja de ser un inaprensible cristal de tiempo. O el libro (salvo que no se lea), pues todo libro es una traducción o una mala interpretación o una reescritura de otro, o de sí mismo. O la pintura, esa piel del inconsciente que nos ayuda a mirar mejor, a ver más. O el cine, que es a la imaginación lo que la rueda al transporte. O el sexo (¿o es el género?). O el yo, tahúr agazapado tras la dificultad del bien.
La única excepción a esta regla se da cuando un personaje se apodera de la persona que lo interpreta hasta sustituirla robándole la autonomía en nombre de una coherencia acartonada, dictatorial (Raphael, Felipe González, Aznar, Johnny Weissmuller) y, parece, que es lo que está pasándole también a Alfonso Fernández Mañueco, presidente de la poco coherente autonomía de Castilla y León, que preguntado por sus declaraciones en defensa de Ismael Álvarez, a la sazón culpable del acoso (hace ya veinte años) a Nevenka Fernández (entonces alcalde y concejala respectivamente del ayuntamiento de Ponferrada), ha respondido que dijo lo que dijo.
— Dije lo que dije.
Lo que dijo es que no ha de juzgarse una gestión política a través de un comportamiento privado. Pero resulta que nada que pueda ser juzgado públicamente es privado (lo que Fernández Mañueco sabe perfectamente aunque su recién vitaminado personaje lo niegue) y que una condena como la de marras deja una mancha demasiado pesada y redonda y grande y hedionda en en cualquier expediente de gestión como para exhibirlo. Si Ismael Álvarez hubiese escrito el Quijote nos enfrentaríamos a un dilema moral para el que estamos perfectamente preparados; pero no es el caso.
Es caso es que a todo cerdo le llega su san Martín y que, a partir de un día, de una hora, de un segundo concreto, a una sociedad también. Que tal cosa ocurriese en Ponferrada es irónico. Uno ve las manifestaciones «populares» en defensa de Álvarez y lo que está viendo es al pasado guerracivilista, pancista, revanchista, ignorante y machista perdiendo una batalla que cree estar ganando pero en la que la única víctima es la heroína de un futuro victorioso. Pobre gente. No sé decirlo mejor.
Deberíamos cantar esta historia en un romance. Pero no para condenar a una sociedad, aquella, que lo merece, sino para reparar el ello tras el cambio, para decirnos a nosotros mismos que no es cierto que 20 años no es nada, que 20 años cambian el mundo, que no podemos aguantar tanto tiempo privados de autonomía y de verdad.
Somos otros. Seamos otros.
Han pintado un mural, han hecho una serie, Juanjo escribió un libro, pero alguien (no Ismael, idéntico a sí mismo, pero quizás sí Fernández Mañueco, a tiempo de corregirse y, desde luego, una ciudad y su ayuntamiento) debería pedir disculpas. Yo mismo, alguna vez, y no hace mucho, me he mantenido prudentemente en silencio frente a esas personas-rémora que se niegan a cuestionarse a sí mismas y aún afirman que el «asunto» era más turbio de lo que parecía, que había «mar de fondo». Podría, en mi descargo, decir que veinte años después sigo sintiéndome un poco recién llegado a esta tierra que hoy es la única coherencia que defiendo y bajo ese paraguas defenderme a mí mismo (lo que llamaremos, de hoy para adelante «hacerse un mañueco»), pero, por autonomía, por rigor y porque nada, afortunadamente, es igual a sí mismo, voy a seguir cambiando.