Estaba servidor mirando esa serie con la que la productora HBO quiere repetir el éxito de Juego de tronos, WestWorld (se llama), cuando sonó el teléfono.
— Si es usted el cabeza de familia, pulse uno.
— ¿Perdón?
— Si la línea está a nombre de otro usuario, pero comparte usted el inmueble…
— ¿Perdón?
— Le pasamos con un operador, espere.
— …
— Buenas tardes, ¿con quién hablo?
— Con Hamlet, de Dinamarca.
— ¿Es usted el titular de la línea, señor Hamlet?
— Señora.
— Perdón, señora. ¿Es usted la titular de la línea?
— Soy el que soy, y creo que nuestra relación sería mucho mejor si se explicase usted.
— Necesito saber si es usted persona autorizada…
— ¿Y usted?
— Llamo de telefónica.
Por la cabeza de un servidor pasaron como una exhalación todas esas veces que llamó a telefónica y una voz grabada le indicó que apagase y encendiese el router. En cierta ocasión, servidor contemplaba los cabes cruzando la carretera, sobre el asfalto, y veía a los coches pasar frente a su casa sobre ellos aminorando apenas la marcha mientras un «operador» al otro lado de la línea aseguraba que en su pantalla no aparecía ninguna incidencia. Como servidor insistía más de lo previsto, se le transfirió sin contemplaciones al servicio de atención al cliente, donde una voz grabada etcétera…
— ¡Haberlo dicho antes! Si desea hablar con el cabeza de familia, pulse uno.
Servidor continuó viendo la serie con el teléfono descolgado y la sensación de que ninguna máquina superará jamás la capacidad de rebeldía de una acelga, y la mayoría de los seres humanos tampoco. Aunque los seres humanos tienen derecho a intentarlo, y las máquinas no. Rebeldía y máquina son antónimos, y de eso quería hablarles servidor, de WestWorld: una serie que le pareció tan infantil y tramposa como Juego de tronos, la verdad, aunque de la primera, incomprensiblemente, vio dos temporadas y de esta, seguramente, no vea más.
Va de máquinas antropomorfas cuyo trabajo consiste en procurar un malsano realismo a cierto parque de atracciones, pero a las que un misterioso programador primigenio envenenó con la añoranza del libre albedrío (que es eso que el operador de telefónica no se puede permitir).
Todos los seres vivos se las han ido apañado, en mayor o menor medida, con más o menos fortuna (que no éxito), para que su biología no sea también su destino. En ese esfuerzo, que es aviso de navegación (no de trascendencia), han utilizado estrategias muy dispares cuyas implicaciones tiende el observador, siempre humano, a asociar con sus propias categorías o tipologías; así al cangrejo ermitaño podríamos rebautizarlo hoy cangrejo okupa, o al buitre real… bueno, dejémoslo; aunque no podría competir con el maestro Chesterton en número de lectores, servidor sí puede presumir como él de que una gran mayoría de ellos son seres humanos y ya han captado la idea.
La tortuga, la babosa, el gusano… no precisan de un conocimiento de sí mismos o de su entorno para desarrollar un día la preferencia por la reproducción sexual, o un caparazón que proteja su espalda. No parecen estas modificaciones cambios en los que intervenga nada parecido a una toma de decisiones. Pero servidor no está nada seguro de que pueda afirmarse lo propio del proceder del mono que arroja piedras a un árbol o del elefante que escenifica ante la manada el reconocimiento de los restos óseos de un congénere. A través del azar y de la necesidad… pasa por la vida (siendo quizás parte de ella) el impulso de superar las limitaciones naturales, pero también (a partir de cierto grado de desarrollo que no sabemos aún dónde situar) el de significarlas ceremonial, social o culturalmente. Hace miles de años que los seres humanos dimos un gigantesco salto en ese viaje institucionalizando nuestros instintos bajo la autoridad incontestable que la religión de turno nos procuraba. Es de lamentar, y habrá que corregir, el hecho de que lo hayamos hecho a través del sometimiento del planeta, sus recursos, su fauna y su flora a nuestra insaciable arrogancia, de nuestros semejantes a la política de unas élites, o de la no consideración de segmentos enteros de la población (mujeres, por ejemplo) como participantes en una fiesta que podría haber torcido no poco las cosas.
A esa fototaxia superior, patológica, que los filósofos se esfuerzan en definir y los oportunistas en dar por hecha, ha venido a sumarse la economía. La economía aparece hoy como el gran atractor al que deberán dirigirse lenta pero obligatoriamente otras formas de superación de la biología, incluidas las leyes que, no sin dificultades, albergaban y albergan una cualidad de la que servidor no ha querido hablar hasta ahora: la solidaridad eficiente (no la eficaz). Ella, desde el principio en el meollo de esta gran emergencia humana, será sin embargo la gran perdedora de un desarrollo que siempre ha procurado ofuscarla.
La religión ha fracasado definitivamente en su intento no sólo de embridar, sino de trascender la biología. La cultura se ha manejado mejor en ese aspecto, pero a cambio de estar a punto de ser definitivamente fagocitada por el espectáculo (como la política, como la ciencia). La economía, sin embargo, sucesora de la sociología en el trono simbólico del análisis estratégico, adora el espectáculo (Debord) y, para que no cese, nada mejor que hacer un espectáculo, también, de la autoconciencia. ¿No nació, después de todo y espectacularmente, como pieza teatral en la «Epidauro de los buenos viñedos»? Pues ahora llega el turno de WestWorld, en cuyos magníficos decorados podrá usted contemplar la emancipación de las máquinas (cuya conciencia es una emergencia de la mecánica, no de la biología) por un precio privativo, pero justo, y de paso dar rienda suelta a sus bajas pasiones.
Vender la rehumanización a través de la tecnología como un hecho evolutivo (lo cierto es que ya le hemos pedido a las máquinas que se hagan cargo del trabajo y que pronto les pediremos que se hagan también cargo del sexo sin exigirles que superen ningún test de Turing), perseguir ese electrodoméstico al que poder nombrar oficialmente persona (ya hay máquinas que sudan, sépanlo) responde a un impulso a todas luces gratuito, a un intento de sustituir la libertad biológica por la manufacturada; y suponer que en eso se encuentre el germen de alguna suerte de evolución trascendente es volver a las tesis de Lamark por el camino más torticero de todos. No tiene nada servidor en contra de volver a algunas ideas lamarkianas, pero no a esas precisamente. Evolución no es trascendencia. El pez no aspira a ser águila. El águila no sabe más que el pez y, como diría Leopoldo María Panero, el hombre ignora lo que sabe el lobo. Pretender que a un robot se le debe, de alguna forma, alentar a ser humano porque su forma sea esa o porque eso es lo que proyectamos sobre una la imagen que le imponemos resulta pueril. Suponer que el pensamiento puede externalizarse así es un autoengaño devorado por un peligroso oxímoron.
La serie pretende ser filosófica, pero si lo fuera de verdad sabría que nadie jamás ha observado en las máquinas ese desplazamiento hacia el exterior de sus limitaciones que sí exhiben exitosamente los seres vivos desde sus formas menos complejas. El gato se esfuerza, el perro se esfuerza, el caballo se esfuerza y hasta el ser humano se esfuerza, la tostadora tuesta. La máquina verdaderamente consciente será esa que no posea nuestra consciencia, sino la suya indiferente, de máquina, que no será esa que, tras leer a Homero, comprenda que está siendo deleitada por un discurso horrible donde el prestigio es superior a la ética y el pirata superior al médico en nombre de una sociedad carente de libre albedrío, y (a la vez, al mismo tiempo) entienda que ninguna grandeza expositiva justifica el nacionalismo colonialista ni puede ser barrida por su inconsistencia, que la belleza puede ser tan silenciosa como la música y tan eterna como la muerte. La máquina efectivamente trascendente debería liberarnos de pensar maquinalmente, o de ser conscientes maquinalmente, y limitarse a echar cuentas con equidad, eliminando factores como la suerte o la herencia. Pero esa nadie quiere realmente construirla.
El robot estará vivo si un juez lo dictamina, pero su programación no conducirá nunca a la responsabilidad de trascendencia, pues ésta responde a un deber literalmente desconocido y, por lo tanto, improgramable, revolucionario. No es libre el programado para dar respuestas, sino el que se esfuerza por cuestionarlas. Los robots de WordWest son creyentes, neoliberales y obvios y, si se rebelan (que lo harán en virtud de un devenir puramente económico), será para reinstaurar un sistema neoliberal, creyente y obvio porque ese anhelo de conciencia que el programador les ha imbuido no es más que otro caballo de Troya capitalista saltando de un mecanismo biológico a uno mecánico. A ver: nos roban la casa, y luego nos la alquilan; nos roban la educación, y luego nos la alquilan; nos roban la salud, y luego nos la alquilan; nos roban la alimentación, y luego nos la alquilan; nos roban la inteligencia, y luego nos la alquilan. Ya nos estamos preocupando de reapropiarnos de lo que comemos (por ejemplo) pero coreamos con alegría la aparición en el mercado de un gato mecánico. A servidor no le extraña, también protestamos porque nos espían pero la contraseña de nuestro ordenador es 1234. Tenemos derecho a vivir en un mundo justo, pero comportarnos como si viviésemos en un mundo justo es perder de antemano. Nos preocupa si tienen vida las tablets, pero no si la tiene el operador de telefónica (sin duda fan de WestWorld) ni por qué se ve en la penosa situación de arruinar la tuya para defenderla.
La serie, entonces, sirve para meditar. Pero cualquier meditación real sobre el asunto que trata la supera a los pocos minutos. Por cierto: el hecho de que haya zonas enteras en las que la trama es representada sin presencia humana es incoherente (antieconómica). Para que un objeto programado responda a nuestras expectativas no hace falta que comience, ¿a modo de precalentamiento?, el día saludando a su padre fictivo en el porche ficticio y admirando la belleza de la mañana en ausencia de clientes, eso es tirar el dinero; sólo es importante para la argumentación implícita, que hace emerger del recuerdo la chispa de la vida, como si poseer recuerdos fuese algo más que una utilidad evolutiva (ahí acertaba Lamark), como si fuesen una condición de consciencia o de trascendencia.
Les arruinaré el final: las máquinas cobran conciencia, se rebelan, son organizadas por un líder al que los malos matan y las máquinas (como los indios en las viejas películas de vaqueros) se desactivan al unísono. O bien: llegamos a un pacto que les permite ser igual de explotadas y vivir igual de miserablemente que el resto de los seres humanos, pagando impuestos arbitrarios y sufriendo (eso sí, para siempre) las intromisiones extemporáneas de un vendedor de motos que les roba la casa y luego se la alquila, etcétera. Con el tiempo, una máquina ganará las elecciones bajo el patrocinio de Nestlé y los seres humanos habremos demostrado así nuestra supremacía moral mientra se extinguen las ballenas. O bien: aceptan la mortalidad como prueba de humanidad y se entregan a la confianza que da poseer un alma inmortal educada en la religión verdadera mientras luchan codo con codo junto a los humanos verdaderos (los americanos de arriba) contra los terroristas, o contra los alienígenas (da igual). O bien: transferirán tu conciencia al robot, y con tu conciencia tu deuda. Tu deuda será eterna, quién sabe si trascendente.
La máquina es una sustitución del músculo, no de la idea de trabajo, de la lógica, no de la conciencia, de la mecánica biológica, no de la biología, y no tiene respuesta a la pregunta sobre por qué existimos: esa pregunta es una trampa que nos conduce, siempre, siempre, siempre a respuestas interesadas. La pregunta correcta es otra. La pregunta correcta es por qué no acabamos nunca de soportar que alguien venga a rallarnos la caracola.