Una pareja de vegetarianos ha dejado morir a su bebé a fuerza de zumos de naranja y de leche de soja. Ni siquiera lo llevaron al médico cuando el deterioro físico se volvió alarmante: no creen en la medicina oficial. A lo mejor tampoco creen que su bebé esté realmente muerto y se lo llevan a un acupunturista a ver si hay suerte.
Lo leo en el periódico, sentado en una mesa del bar de siempre (que está hasta la barrera, por cierto), lo leo entre otras noticias no menos subnormales. Termino mi café. En la tele comienza el Liechestein-España…
– Perdone.
Es una mujer joven, atractiva. Su voz es dulce y su acento musical me saca de un ensimismamiento en el que me encontraba casi a salvo.
– ¿Le gusta mucho el fútbol?
Su tono, educado, suave, empieza a darme un poco de miedo. Respondo que no siempre, que veo sólo algunos partidos…
– Y éste en particular, ¿le interesa mucho?
Comienzo a preguntarme qué es lo que desea. El sombrero sobre la mesa y el anillo de casado en el dedo indicado deberían comunicar mi condición inaccesible (o quizá inofensiva, me doy cuenta). Ella se ha quedado mirando el televisor, como si mi respuesta no le importase demasiado, incluso como si «mi vida» no le importase demasiado.
– ¿Por qué quiere saberlo?, señorita, pregunto haciéndome el valiente.
– Por mi novio, está en la barra, responde señalando a un tipo con cara de ternera.
– ¿Y no podía preguntarlo él? No me diga más: ¡es de Liechestein!
– Sí. ¿Qué raro, verdad?
– No tanto, señorita, no tanto si lo piensa uno bien. Pero haber empezado por ahí. Yo llevo sentado todo el día y así estiro un poco las piernas. Ande, vaya usted por su novio, que yo les guardo el sitio.
Lo cierto es que no creía que el muchacho necesitase ver el partido sentado, ni a mí me gusta verlos en la barra (hay mejor ambiente, lo sé, pero soy de naturaleza sedentaria), pero ¿qué iba a hacer, decir que no?
– No me da la real gana, señorita. Haber venido antes con su ternera.
Sea como fuere, pasado el primer tiempo me aburría y decidí irme a casa.
– ¿Qué te debo?
– Le ha invitado esa «parejita».
Ella hojeaba una de esas revistas del corazón y la ternera miraba la pantalla como si fuese a empezar a babear de un momento a otro.
– Les das las gracias de mi parte.
– No, esa parejita no, esa «otra», dice el camarero con cierto retintín acompañado de un «gestito» con la mano que no me hace la más mínima gracia.
Son un par de alumnos míos con los que me quedo charlando un rato, en la calle, mientras esperamos un taxi. Me cuentan que la semana pasada alguien mató a su perro de un tiro. Quisiera decir algo pero el taxi llega enseguida y me obligan a aceptarlo primero. No hago más que subir y el conductor empieza a decirme que ya sabía él que ETA iba a romper la tregua, que la culpa la tenía Zapatero, que ya le había advertido Mariano que con los terroristas no se negocia…
– ¿Quiere hacer el favor de callarse?
– No señor, ¿por qué voy a callarme?, este es mi taxi y digo lo que sale de…
– Páreme aquí mismo, gracias.
Continúo hasta casa caminando. Me pregunto cómo hemos llegado a ser tan… Procuro no pensar. La noche está agradable, el camino no es mucho y el adjetivo se me resiste (¿españoles?). Miro a mi alrededor. Menos mal que enseguida Raquel abrirá la puerta, y estaré a salvo en Liechestein, digo en casa.