Suena Cafetín de Buenos Aires en la voz de Edmundo Rivero. Servidor prefiere la versión del Feo a la de Roberto Golleneche, aunque sean muchos y muy respetables y entendidos los que defiendan el peculiar rubato que el de Urdinarrain, con autoridad sobrada, sabía imponerle a sus tangos; como preferiría, sobre el sólido aparador flanquedo de sendas sillas jacobinas que recibe a los visitantes de su casa, El aguador de Velázquez al Arlequín de Picasso. Son preferencias, y sólo preferencias que en el sentir de un servidor nada de mérito restan ni al malagueño ni al Polaco. Quedarían fuera de toda elección, sin embargo, los histrionismos de un Fernando Botero o de un Daniel Cortés quienes, cada uno en su oficio, le dan a servidor tanta grima como las películas de helicópteros.
— O las que empiezan en el Triángulo de las Bermudas, cinco años después del impacto de un objeto proveniente del espacio exterior y…
— O las de helicópteros.
Pero servidor, antes de la intervención, como siempre extemporánea, de su impertinente gato, se refería a algo que, hace unos pocos días, escuchó de boca de un diestro pintor en cierto programa de la televisión castellano y leonesa que, a la pregunta de si el arte actual le parecía un fraude, tras un breve pero intenso gesto de malestar, que tal vez lo era también de desconcierto, contestó:
— Es que no me gusta estar de acuerdo con la gente que no tiene ni idea.
Le pareció a servidor que la respuesta, palabra por palabra, era perfecta. Le pareció que, por un lado, neutralizaba la tontería que lo enorme de la pregunta amenazaba con delatar y, por el otro, solicitaba amablemente, casi excusándose, el derecho a la singularidad de una postura ganada a fuerza de estudio, trabajo, experiencia y respeto.
Y del mismo modo que el pintor, por más harto que esté de sus imitadores o más lejos que se halle de las motivaciones del ruso, no quiere verse brindando con quien es incapaz de encontrarle sentido al Cuadrado Negro de Kazimir Malévich, servidor no quiere verse alineado junto a quienes, sin mejor causa que su mal rumiado agravio ni argumentos más rectos que su ciega embestida, dicen de los políticos que son todos unos corruptos o de los banqueros que son todos unos ladrones, o de los socialistas que no han sabido gestionar la crisis.
(Según parece, y dicho sea a modo de inciso puramente musical, una crisis se gestiona del siguiente modo: se encuentra un chivo expiatorio, se le carga el muerto, se repinta la casa, se cambia el cartel de la puerta y se comienza de nuevo a pasar la gorra.)
En fin, que a veces la gente se pone de acuerdo en algo y celebra enseguida su coincidencia sin advertir la distancia esencial e insalvable de sus motivos, o la importancia de los márgenes que su ocasional hermandad achata hasta el ahogo. Y servidor se teme que algo así le puede ocurrir a los españoles en los albores del 20N que, por cierto, está demasiado cerca como para pensar que los desacordes tengan tiempo siquiera de perfilarse tras un tutti que se apresura hacia su finale como si los aplausos fuesen más importantes que la ejecución. Hace unos meses, servidor pensaba que una jornada de reflexión era una tradición inútil; ahora le parece poco.
Una semana de reflexión estaría bien: sin periódicos, con el televisor apagado, en silencio (tarareando quizás, ocasionalmente, Cafetín de Buenos Aires, que es canción que se presta fielmente a la circunstancia) hasta que comprendamos (aunque sigamos decididos a no colgarlo sobre el cabecero de nuestra cama) la verdadera generosidad del monosílabo de Malévich, su opulencia de enigmas, su sólida franqueza.